Almas Gemelas: El juego del silencio

16

Su mirada recorrió el suelo, la pared, su hombro –cualquier sitio menos sus ojos.

–No, eso no puede ser –dijo por fin, con la voz apretada, un poco enfadado–. Maldición… no debía haberte besado. No debí. Fue una irresponsabilidad. Ante todo… quiero ayudarte a recuperar la voz, por eso no puede ser.

La oscuridad de repente brotó a su alrededor, como si su concentración hubiese fallado. La memoria que los envolvía se fue tornando opaca, las imágenes se difuminaron. El despacho, la gente, el contrato… todo pareció borrarse, apagarse.

–Lo siento –dijo de pronto–. Por aquel beso. No tenía derecho. No debimos. Te puse en peligro. Yo…

Calló cuando Celestina levantó la vista y lo miró a los ojos, sinceramente sorprendida, porque había sido ella quien empezó. Qué gracioso, como en las peleas infantiles sobre quién hizo la trastada primero.

Celestina miró alrededor: la noche, absoluta, profunda como un abismo. Fue como si por un instante los hubiesen expulsado del espacio de la memoria y se encontraran en un vacío negro. Daba miedo. Le faltó el aire: la oscuridad la asustó. Reín lo sintió, y suavemente, casi sin decidirse, soltó su mano para sacarlos de allí.

Abrió los ojos: ante ella, de nuevo su despacho. Tras la ventana rugía la tormenta, los relámpagos rasgaban el cielo y la luz de los rayos se deslizaba un instante por los muebles oscuros. En la habitación reinaba un silencio pesado.

Celestina buscó el bloc. La mano le temblaba.

No encontró las palabras a la primera, pero luego escribió con cuidado:

«Soy yo quien debe disculparse. Debí contarte lo del contrato, pero fue mejor mostrarte. Perdón por el beso… me dejé llevar demasiado por ti».

Reín leyó. Guardó silencio hasta que asintió, breve, con la mandíbula tensa.

–Es un recuerdo útil. Yo… Bueno, vale. No voy a cambiar de tema otra vez. Tenemos que hablar de lo que pasó.

Tomó sus manos con cuidado —calor y ternura en cada gesto—, pero para Celestina era un infierno en el pecho. La sostuvo firme, no con fuerza, sino con ternura.

–Esto duele –dijo exhalando con dificultad–. Intentemos no distraernos el uno con el otro. Pensemos solo en tu recuperación. ¿De acuerdo?

Celestina asintió varias veces, desconcertada. Quiso alcanzar el bloc de nuevo, respondió, explicar algo, pero sus manos siguieron entre las suyas. No podía ni quería soltarlas.

–¿Te duele también a ti? –preguntó él.

Ella volvió a asentir, y en su pecho todo se contrajo –respirar se volvió difícil, como si el aire se hubiera hecho demasiado espeso. Pero aguantó, porque su contacto le era necesario. Miraba sus pálidos dedos temblar en su palma, aquellas manos tan pequeñas frente a las suyas…

Él la dejó ir con cuidado, y en ese suave espacio entre ambos la temperatura pareció bajar, el vacío hacerse más frío y solitario. No lo soportó más.

De pronto la agarró de la corbata y la acercó. La besó de nuevo, con fuerza, para que no se atreviera a alejarse. El beso fue real –en su realidad, no en un recuerdo. Sus respiraciones se mezclaron, el aliento se entrecortó, y los segundos se estiraron hasta convertirse en una eternidad hecha solo de latidos en las sienes. Reín también la besó, más profundo; ella sintió su leve mordisco en los labios…

Pero el dolor en el pecho crecía. Celestina se apartó primero, él inmediatamente después. Los dos respiraban con dificultad. Dolía… Y ni siquiera el fuego interior podía contrarrestar lo que le atravesaba el cuerpo.

Ella cogió el bloc y, con manos febriles, escribió y le mostró:

«Perdón. Solo quería comprobar».

–¿Comprobar qué? –gruñó Reín, y sonrió como si no terminara de creerse lo que acababa de ocurrir–. Dolerá… es inevitable… porque esto viola nuestros…

Ella elevó un nuevo renglón hasta su rostro:

«Comprobar cómo es: besarte no en un recuerdo, sino en la realidad».

Lo miró mientras él, con cuidado, limpiaba la boca de su carmín; en lugar de quitarlo, lo esparció y dejó una marca roja en la mejilla.

–Duele –negó él con la cabeza–, y puede arruinar tu tratamiento. Dejémoslo atrás, ¿vale? O en pausa… hay que resolver los problemas por orden.

Celestina entrecerró los ojos:

«¿Hasta cuándo? ¿Hasta mi recuperación?»

–¿Qué quieres oír? –se desconcertó–. Cuando te recuperes, podré quedar libre de la obligación de mi juramento médico sobre romances con pacientes, porque ya no serás mi paciente… ¿Y tú? Tu contrato no desaparecerá. No tendría sentido.

Celestina no supo qué responder. Reín apartó la vista hacia ningún sitio, tenso, como si reprodujera en su mente lo que acababa de decir. Como si él mismo no quisiera admitirlo.




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