–Nos tocaremos solo cuando sea necesario para tu terapia… ¿de acuerdo? –al fin esbozó una sonrisa suave–. Celestina, no quiero que pienses que te estoy rechazando. Pero cada uno de nuestros –acentuó la palabra– toques innecesarios… complica todo.
Celestina no pudo apartar la vista de su sonrisa. Recordó cómo le contaban sus amigas que podían enamorarse de un hombre por un solo rasgo: la sonrisa, la mirada, la voz. Y Reín... era exactamente así. Su sonrisa prometía seguridad y, al mismo tiempo, despertaba en ella una tempestad.
Asintió con la cabeza, sintiendo que el pecho se le apretaba por sus palabras. Señaló con el dedo el rastro de su barra de labios en sus labios y soltó una risa contenida.
–Oh –se sonrojó él visiblemente–, perdón –se levantó un instante y salió, volvió enseguida frotándose los labios con una servilleta.
A Celestina le derretían esos ojos bajos, el temblor de sus pestañas y la manera torpe en que se miró al espejo colgado en la pared.
–Tu voz... –continuó, sentándose frente a ella en una silla, ya no a su lado–. No se perdió simplemente. No es solo psicológico. Algo se la llevó, y siento que no fue una casualidad. Pero para llegar a eso necesito tu confianza. Total. Incluso si tienes que mostrarme lo que escondes de ti misma. ¿No lo arruinamos, verdad?
Ella asintió... no tenía otra opción.
Escribió:
«¿Qué pudo llevarse la voz? ¿Viste algo más?»
–Sí. Ese mismo destello, la lucecita roja en los ojos... en los ojos de uno de los hombres que estaban junto al director del sello. ¿Quiénes son esos hombres?
Parpadeó desconcertada, pero escribió:
«Ahí estaba mi futuro mánager –Denny–, también un editor, bueno, más bien un songwriter que corrige mis canciones, y uno de los productores: él graba mi música. Entonces, ¿quién de ellos?»
–Oh –alzó una ceja–, ¿tú misma escribes tus canciones?
Ella asintió sonriendo, expectante.
–Es bonito... Tienes letras hermosas. Entonces… era el de cabello rubio, el más alto.
«Es la misma persona que trabaja con los textos. ¡La que corrige mis canciones! Toby. Tobias, para ser exactos. Yo escribo y él corrige y pone los títulos adecuados», –respondió en una hoja nueva.
–¿Títulos "correctos"? –preguntó.
Ella puso un ejemplo:
«Por ejemplo, al principio quería llamar a una canción "Fetiche", pero él la censuró y la cambió a "Consentimiento silencioso". Discutimos, y al final la bauticé "La octava nota", como algo inaccesible y seductor, que está fuera de los límites».
–Bonito –leyó con atención lo que había escrito, calló un momento antes de continuar–. ¿Y por qué "Fetiche"? Solo curiosidad, qué tienes en la cabeza –contuvo una sonrisa.
Celestina entrecerró los ojos, se estaba volviendo divertido, así que, relajándose por fin y cruzando las piernas, escribió:
«Llevas literalmente en mi cabeza ya tres sesiones… Porque yo también tengo gustos: me gusta mirar a la gente».
–¿Por ejemplo?
Oh, un interrogatorio completo. Fuera de tema.
Pero quería responder, así que continuó:
«Adoro cosas más bien artísticas, sabes, dignas de cuadros: hombres con gafas, clavículas bonitas, manos hermosas, como las tuyas, pareces músico, no médico».
–Eso –leyó y soltó un suspiro–, es un poco directo. Demasiado.
A Celestina le gustaba verlo sonrojarse, así que añadió:
«Como las sombras en tus pómulos cuando te sientas junto a la ventana. O cómo tus dedos tiemblan apenas cuando sujetas mi mano en la sesión. O el sonido de tu voz cuando pronuncias mi nombre...» –terminó, enderezándose, le mostró el bloc intentando mantener cara seria.
Él la evaluó unos segundos con la mirada, incluso se quitó las gafas y las dejó colgando otra vez de la cadenita en su cuello.
Constató:
–Estás coqueteando.
Celestina trató de mantener la calma; solo entrecerró los ojos.
Él apretó los labios para no sonreír, al rato dijo:
–Entonces yo también diré algo –se inclinó ligeramente hacia delante, apoyó los codos en las rodillas, deslizó la mirada por su rostro y se detuvo en la comisura de sus labios–. A mí me gusta –empezó despacio– cuando alguien se pone serio de repente en medio del coqueteo. Y estoy seguro de que a ti te encanta ver a un hombre sonrojarse. Cuando ese tipo, que parece tan seguro de sí, aparta la vista de pronto sin saber qué hacer con las manos. Porque es entonces cuando tú prestas más atención. Lo noto. Siempre intentas que me pierda –negó con la cabeza, chasqueó la lengua y se volvió a poner las gafas–. Y me da mucha vergüenza.
Ella sonrió y escribió:
«¿Y qué piensas del destello en los ojos que viste?»
Él también sonrió con la comisura de los labios –a Celestina, no al tema que debían discutir– y se levantó. Se acercó a la pizarra para anotar otra persona y recuerdo.
–Aún no lo sé. ¿Y por qué propuso el título… “Consentimiento silencioso”? –preguntó de nuevo, añadiendo también eso.