Celestina sabía bien: allí ahora estaba vacío… Porque hoy debía haber sido su pequeño evento, otra parte de la campaña antes de la gira de conciertos. Le escribió al mánager que quería ir con el médico, para que lo organizara todo y los dejaran pasar.
–Despide a tu chófer, yo te llevaré… adonde quieras.
Oh, qué agradable era volver a ser solo suya toda la noche. Y que él fuera para ella.
Contuvo la sonrisa. Reín le ofreció su chaqueta, porque caía la noche y comenzaba a refrescar tras la lluvia. La ayudó a ponérsela, y Celestina envió un mensaje al conductor. Al instante, ambos salieron y se sentaron en el auto de Reín.
Dentro de su auto se sentía sorprendentemente acogedor. Celestina se recostó contra la ventana, envuelta en la chaqueta de Reín –olía a su perfume, contenido y tranquilo.
Reín, con su camisa negra, iba a su lado, callado, concentrado en la carretera. Sin gafas parecía… más abierto. Un poco cansado, pero tan guapo –honestamente, de verdad–. Celestina nunca se había sentido tan segura.
Finalmente apareció la silueta familiar del edificio: un antiguo teatro, casi abandonado en su tiempo, ahora transformado en un moderno espacio para grandes espectáculos.
Llegaron a la entrada de servicio. Los guardias reconocieron a Celestina de inmediato, y cuando desde la ventanilla mostró el carnet y el mensaje del mánager, uno asintió y abrió el paso. Ninguna pregunta, ningún retraso. Denny lo había arreglado todo antes de que llegaran.
Entraron al edificio por la entrada lateral. Dentro Reínaba el silencio –el eco de sus pasos se perdía en el espacio. Telones oscuros, filas vacías, el escenario, sobre el que solo había luz superior, sin focos.
Se sentaron en la primera fila frente al escenario vacío, y Reín le extendió la mano. Celestina apretó sus dedos, mostrándole lo que había ocurrido allí alguna vez.
Al instante, en su recuerdo estaban en medio de la multitud, todos corriendo, hablando. Celestina desde el recuerdo también estaba en la sala, saludando a los invitados y posando para fotos, la música sonando fuerte, la iluminación del salón algo romántica.
Al principio, sentada de su mano, Celestina observaba todo alrededor, impresionada por lo preciso que Reín la ayudaba a recrear el recuerdo. Y luego sus ojos se encontraron con los de él. Tan oscuros... y ella podría jurar que este hombre se embriagaba a su lado.
La realidad del recuerdo permanecía alrededor: ruido, gente, colores… pero en el centro estaba él.
No apartaba la mirada… Ella quería que se acercara y la besara.
Reín tocó suavemente su mejilla con el dorso de los dedos, como pidiendo permiso. Celestina no se movió, solo contuvo la respiración. Sus labios ligeramente entreabiertos, sus ojos suaves, y en cuanto él se inclinó más cerca, confió en él.
Todo a su alrededor rugía: el chirrido del calzado sobre el mármol, voces, música de los altavoces, destellos de los flashes de las cámaras. Y nadie, por supuesto, los veía. Solo estaban el uno para el otro.
Su lengua estaba cálida, y Celestina se derretía con su aliento sobre sus labios.
Y era tan poco, pero tanto… porque era el único lugar donde podían tocarse. En los malditos recuerdos, no en la realidad… Celestina sentía sus brazos y cómo el beso se profundizaba, y pensaba en pánico cómo deshacerse de esa cláusula en el contrato…
Susurró en sus labios:
–Lo siento –pero no la soltó–. Yo… no pude contenerme. Maldición… ¿qué clase de médico soy…?
Parecía no creérselo él mismo, pero al segundo siguiente se inclinó de nuevo, sin contener nada más. Sus labios cubrieron los de ella —más profundo, más fuerte—. Su respiración se volvía pesada, y ella no se contuvo: bajó la mano a su pecho, sintió lo firmes que eran bajo la fina camisa negra. Y con ese toque oyó su gemido suave en sus labios. Con la otra mano tuvo que sujetar fuerte la suya, para que no parara todo de golpe y los devolviera a la realidad, donde la sala estaba realmente vacía.
Con cada segundo se permitía más –tocaba su cuello, su pecho, deslizaba los dedos por el primer botón abierto, donde la piel estaba caliente. El corazón le latía… Reín la presionó contra el suave terciopelo del asiento del teatro, y ella sentía cómo su palma sostenía su muslo, mientras un gemido escapaba de sus labios por lo inesperado del beso.
Risas y gemidos... pero no voz. ¿Eso era todo lo que le quedaba? Hm.
–Oh, maldita sea… –susurró él y, finalmente, se separó de sus labios, respirando pesadamente, y en un instante soltó su mano.
Y allí… la sala estaba vacía otra vez. El silencio era ensordecedor.
Celestina, aún caliente y demasiado excitada por sus toques, abrió la boca –quería decir algo, pero no salió nada–. Olvidó por completo que no podía hablar, tanto la había encendido.
Él estaba a su lado, sin huir, sin justificarse ni empezar una diatriba como las veces anteriores. Solo sentado más cerca de lo necesario. Su pecho subía pesado, no apartaba la mirada de sus labios. Ojos oscuros, aún húmedos, aún llenos de ese instante en que se disolvieron. Pasó los dedos por el cabello –casi nervioso, intentando recuperar el control.
Celestina no podía hacer nada con cómo latía su corazón. Demasiado excitada, demasiado ebria de su cercanía para pensar con sensatez. Y, al fin y al cabo, ¿qué importaba? Su vergüenza, si la había, se perdió entre el gemido en sus labios y cómo apretó su muslo. Oh cielos, probablemente hacer el amor con él sería… Curioso, cómo sería cuando sus besos bajaran más…