Celestina se sentó junto a él en el coche.
Reín arrancó despacio, casi suavemente, y después de unos minutos habló:
–Lo único que puedo decir es que en esa sala había alguien… no muy bueno. Sentí a esa persona. Estaba en algún lugar lejano, en rincones oscuros, no la habríamos visto tú ni yo, así que…
“¿Así que decidiste no perder el tiempo…?” –pensó Celestina, y se sorprendió a sí misma sonriendo demasiado mientras lo miraba.
Y él hablaba en serio. De inmediato frunció el ceño.
Sacó el móvil y escribió rápido:
«La próxima sesión es hasta finales de semana. Es mucho tiempo».
Reín suspiró y sonrió levemente con la comisura de los labios al leerlo:
–Ya nos distraemos… ocupados el uno del otro. Y yo debería estar ocupado contigo, y tú contigo misma y tu recuperación –rió–. Me disculparía por lo que hice, pero pareces demasiado satisfecha ahora. Así que, obviamente, no hay por qué disculparse.
Celestina respondió con un nuevo mensaje:
«En realidad no puedo esperar a que resolvamos lo de mi voz para que dejes de justificarte todo el tiempo».
Él giraba el volante, y sus dedos se apretaban más de lo necesario.
–La cosa no soy yo, Celestina… –volvió a sonar tierno–. No quiero que te duela. Esa es la cuestión. No quiero hacerte daño. Mi dolor podría soportarlo. Cuando te toco… lo soportaría.
Ella no respondió. Viajaba en silencio. Su mirada se deslizaba por la ventanilla, por la ciudad nocturna, por las luces borrosas por la humedad. Pero solo pensaba en su voz, en sus dedos, en sus labios que hace un rato estaban tan cerca.
Cuando se detuvo frente a su casa, Reín se giró, listo para despedirse, pero ella no abrió la puerta. Solo se inclinó hacia él. Sus dedos rozaron su mejilla, como temiendo hacer algo demasiado audaz. Deslizó lentamente las yemas por su pómulo. Él no se movió.
–Tus toques me queman durante horas después… –susurró Reín y tomó su mano en la suya.
Se inclinó y besó suavemente su palma. Celestina se estremeció y apenas hizo una mueca: allí dolía. Dolía donde besaba. Locura…
Él se echó hacia atrás, todo culpable:
–No deberíamos… Te duele.
Pero ella no dejó que cortara. Bajó ambas palmas a su rostro y besó sus labios. En su pecho volvió a apretar –tan dulce, tan doloroso que quería llorar–. Ese beso en el coche, en una noche de verano, cuando aún huele a asfalto mojado y todo brilla con luces… Maldita romántica de un hombre al volante en una noche de verano…
Por un instante todo se detuvo. Y luego algo se quebró, dolió tanto. Se apartaron casi al unísono, cada uno hacia su ventanilla.
Celestina rio. Ella también podía soportarlo. Porque atraía… era tan prohibido, tan tentador… y él en sí tan especial.
–¿Por qué quedó tu risa? –preguntó él, como para sí mismo, sacudiendo la cabeza–. Que alguien te hizo daño… es obvio. Pero ¿por qué desapareció la voz y la risa se quedó?
Celestina encogió los hombros. No lo sabía con certeza.
–Si alguien quería quitarte la voz… ¿por qué dejó la risa? Tal vez la risa es algo que no se puede controlar. No es tan fácil de arrebatar. La risa es más honesta que las palabras… ¿verdad? –reflexionaba en voz alta–. No lo entiendo. ¿Qué te pasó? –parecía tenso–. ¿Hay alguien que quisiera arruinar tu carrera? ¿Alguien concreto?
Celestina se encogió de hombros de nuevo. Simplemente no discernía a las personas tan claramente como él, y no podía ver motivos ocultos en ojos ajenos.
Escribió en el móvil:
«Solo hay obsesionados conmigo. Como si fuera un ícono. No descarto que alguien que me adore también pudiera querer hacerme daño».