Almas Gemelas: El juego del silencio

23

La mitad de la noche la pasaron simplemente sentados juntos en el sofá. Reín habló mucho: sobre sí mismo, sobre su familia, sobre los profesores del colegio, sobre algunas anécdotas graciosas. Ella, con cuidado, logró sonsacarle que llevaba mucho tiempo sin salir con nadie y que ni siquiera lo pensaba.

Celestina escuchaba. De vez en cuando respondía con frases cortas en los borradores del móvil.

Así se quedó dormida, apoyándose en el sofá, sin darse cuenta del momento exacto en que cerró los ojos.

Cuando despertó, seguía siendo de noche. Solo una pequeña lámpara brillaba en la esquina; la habían dejado encendida cuando se sentaron a cenar.

Reín dormía en el otro extremo del sofá. Ella lo miró un buen rato. Luego se incorporó con cuidado para no despertarlo.

El sujetador le apretaba. Quería ir al baño, guardarlo discretamente en el bolso y volver. Acostarse a su lado. Sin tocarlo. Solo tumbarse cerca, para que el roce no lo despertara con un estallido de dolor.

Pasaba por la cocina cuando se detuvo. Una estantería llena de libros. No pudo resistirse y se inclinó a mirar. Libros científicos, apretados, con marcapáginas. Algunos novelas que lee todo el mundo. Una pila de sobres: facturas normales. Y arriba, en los estantes más altos, hojas sueltas, apuntes.

Y entonces lo vio: su cartel. El mismo que había notado antes en la mesita cuando Reín le mostró la sesión con el terapeuta y su juramento de confidencialidad. Lo tomó: debajo había otro, y otros más. No arrugados. Perfectamente doblados, guardados.

No, no parecía un admirador corriente de su trabajo.

Se quedó pensativa. Frunció el ceño. Miró hacia atrás: él seguía dormido, se lo veía desde esa esquina de la casa. Decidió no alejarse demasiado; siguió examinando los estantes y desabrochó la blusa para quitarse el sujetador. Levantó los brazos, relajó los tirantes, se liberó de la presión. Un poco más… y el sujetador ya estaba en su mano; suspiró aliviada…

–Ah… perdona –sonó de pronto a un lado.

Ella dio un respingo. El sujetador se deslizó de sus dedos y cayó al suelo con un suave susurro. Se cubrió bruscamente con la blusa; los dedos le temblaban. Se dio la vuelta y se la puso a toda prisa. Empezó a abrochar los botones apresurada– no acertaba en los ojales, uno lo cerró donde no era, otro a medias. La respiración se le entrecortó.

Reín estaba a su lado, en la penumbra, todavía sin comprender del todo lo que ocurría. Tenía los ojos soñolientos, el pelo revuelto.

–Espera… no te pongas así. Te ayudo –sonrió.

Se acercó. Sus manos evitaban tocar la piel para no hacerle daño. Se movían con cuidado. Uno a uno, botón tras botón. Ella no respiraba. El corazón le golpeaba en el pecho. La blusa estaba realmente abrochada, pero Celestina sentía… que él veía, que había visto. A través de la tela fina.

–Voy a prepararte la cama, porque nos quedamos dormidos…

Asintió, y él la guio. La ayudó a acomodarse en el sofá.

–¿Mejor… si te dejo a solas?

Ella lo quería cerca, así que negó con la cabeza. Se quitó los pantalones y se metió bajo la manta más cerca de la pared, mostrando que había sitio junto a ella. Lo miró mientras él se quitaba la camisa, los pantalones cayeron después al suelo. Tenía un cuerpo hermoso…

Reín se tumbó junto a ella, cara a cara. Con los dedos tocó su pelo: un mechón se había deslizado sobre su rostro y le hacía cosquillas en la mejilla. Lo recorrió suavemente, lo colocó detrás de la oreja, y Celestina sonrió. Su mano quedó junto a la de él sobre la almohada, y ella también dejó allí la suya. Sin tocarlo. Simplemente estaban cerca, tan cerca que sentía su aliento en la piel.

–Jamás imaginé que sentiría algo así cuando te vi aquel día… en el porche.

Celestina sonrió ampliamente. Vaya, eso había sido rápido… A ella le resultaba muy difícil expresar sus sentimientos: tocarlo le hacía daño, y tampoco podía hablar… por eso escuchar sus palabras era demasiado agradable.

–Quiero que alguien, si no yo, al menos el mundo… te trate con cuidado. Como algo valioso. Porque lo eres. Y nadie tiene derecho a romperte. Nunca más… Quizá ahora suene extraño, como si fuera demasiado pronto, pero tengo la sensación de que te conozco desde hace tiempo.

Celestina exhaló y alargó la mano hacia el teléfono en el reposabrazos. Se vio obligada a escribirlo…

«Yo también tuve esa sensación», escribió y giró con cuidado la pantalla hacia él.

–¿Por qué? –preguntó en voz baja.

«Simplemente me pareciste familiar cuando nos vimos por primera vez. No sé», añadió en otro breve mensaje.

Él guardó silencio un momento, la miró a los ojos, apretó los labios.

Y luego le tomó la mano y habló deprisa:

–Muéstrame algo más, algo importante. ¿Hay alguien a quien odies? Enséñamelo.

Celestina frunció las cejas; su toque dolía y necesitaba pensar rápido qué mostrarle de sus recuerdos… ¿y de verdad creía él que la respuesta estaba tan a la vista? ¿Que bastaba con señalar a alguien a quien odiara para que hubiera un culpable? En su vida, todo lo relacionado con el odio giraba en torno a un solo accidente. Y ella se repetía que no valía la pena, que no tenía sentido enfadarse, porque al final lo logró todo… pero había otro lado: ¿y si no lo hubiera logrado?… ¿Quién sería ahora si hubiera perdido completamente el oído aquel día, cuando su propia voz resonaba en su cabeza como un tocadiscos roto, y cantar era imposible, cuando dolía y lloraba por las noches?… Y el odio hacia aquel chico desconocido –al que ya ni recordaba– que le dio un balonazo en la cabeza, la consumía por dentro.




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