Almas Gemelas: El juego del silencio

24

No pudo. Por la mañana se reunió a toda prisa, volvió a casa, y de pronto comprendió lo avergonzada que había quedado… mejor hubiera sido quedarse.

Le escribió, todavía sentada en el coche bajo el garaje:

«Olvidé mi sujetador contigo».

Él respondió:

«Oh. No pasa nada, prometo no probármelo».

Se dio una palmada en la frente.

Ignorar los mensajes del trabajo durante el día resultó una tarea insoportable. Constantemente sentía el impulso de volver a la oficina, de ir con su jefe, de aclarar todo de una vez. Pero en su estado actual, solo la habrían hecho llorar. Tras una noche en vela, se dirigió agotada hacia Reín. Él la recibió como a una invitada, no como a una paciente.

–Todo estará bien –dijo, entendiendo lo que le pasaba–. Ven, te llevaré al salón.

Por la mañana, alguien debía llegar para una sesión con él. Celestina se sentó largo rato en el salón, envuelta en una manta ligera, con su amplia camisa y sus pantalones cortos. Él la había obligado a ponerse algo más cómodo y le había quitado el teléfono para que no respondiera a mensajes del trabajo. Luego, su jornada había comenzado; alguien vendría a la sesión.

Cuando Celestina escuchó una voz femenina en el porche, se tensó. Pero, al asomarse por la rendija de la cortina y notar que era una mujer mucho mayor, exhaló aliviada. Nunca antes había sentido un pellizco tan tonto de celos.

Volvió Reín dos horas después. Cerró la puerta suavemente y se sentó a su lado. La habitación estaba húmeda tras la tormenta, el aire fresco, casi pegajoso. Ella estaba sentada con las piernas recogidas bajo sí.

Él la miró.

–¿Tienes frío? –le acercó su libreta y un bolígrafo.

Ella se encogió de hombros y sonrió.

Guardó silencio por un largo momento, primero acomodando la manta, cubriendo mejor sus pies descalzos. Pensaba intensamente en algo, y Celestina lo miró con curiosidad.

–Es solo que… –comenzó, vacilante–. Algo está cambiando. Me duele incluso solo pensar en ti, no solo tocarte. Y también quiero confesar que sentí este dolor incluso cuando apareciste por primera vez en mi porche… como si me atravesaran sentimientos, y el dolor se convirtió en una señal de que quizás ni siquiera debería ser tu médico. Incluso en ese momento sentí algo por ti… No digo que por eso vaya a negarme a seguir tratándote y a buscar la causa de tu silencio… solo te lo digo para ser honesto contigo.

Era necesario aclararlo todo cuanto antes. Celestina puso cuidadosamente su mano en la suya, entrelazando los dedos.

–La causa está más profunda de lo que pensaba –parecía triste y preocupado–. Enséñame tus visitas a los médicos… Algo no está bien con tu médico anterior.

Celestina se quedó pensativa: no podía ser. El señor Cliff literalmente la sacó de la desgracia; gracias a él salvó su oído. Le mostró cuándo lo había visto por última vez. Nada especial, solo una revisión y de vuelta a casa.

Abrieron los ojos al volver a la realidad, y Reín parecía todavía más tenso. Ella ni siquiera alcanzó a besarlo allí donde no dolía… fuera de la realidad… tan rápido como Reín detuvo todo.

Escribió en su libreta:

«Mi anterior médico es una gran persona; si no fuera por él, nunca hubiera podido volver a cantar. Déjalo en paz».

–¿Y por qué ya no es tu médico?

«Se fue a una baja médica larga, no dijo qué había pasado, pero yo le envié flores y fruta al hospital. Luego me derivaron a otro médico, el que nos reunió a ti y a mí».

–Ah… –asintió–. Está bien –y sacó su teléfono del bolsillo, se lo entregó.

Celestina revisó los mensajes y vio lo que escribía su manager. Informaba que Albert sospechaba que su voz no volvería tan rápido, por lo que la pondría en el escenario con pista de fondo. No respondió, solo se enfadó aún más. Miró a Reín con un gesto de enojo, cuando llegó el siguiente mensaje.

Danny escribió:

«Lo siento mucho, pero Albert le contó a ese posible patrocinador que habías perdido la voz… Le dijo que sería temporal, porque estabas muy resfriada. Y ese patrocinador dijo que tu silencio no arruinaría su reunión… Lo siento tanto, de verdad, no puedo hacer nada».

¡Dioses! La destruirían, harían que incluso si dejara su estudio, nadie más la aceptaría…

Estaba a punto de lanzar el teléfono contra la pared.

–¡Espera, espera! No les hagas caso –pero Reín la sujetó por las manos–. Son tonterías, no valen tus nervios.

La rompía por dentro. El teléfono se le cayó de las manos, al suelo, pero ella no lo vio, porque quizá Reín la había sujetado con demasiada fuerza y se habían sumergido en un recuerdo. No era su recuerdo; Celestina parpadeó rápidamente.

Se quedaron así: él aún tenía sus manos entre las de ella, firmes. Algo desconcertado; tal vez se había perdido en sus pensamientos en ese instante, y sin querer los arrastró consigo a su mente.

Reín estaba dispuesto a sacarlos de allí, a protegerla de ese recuerdo, pero Celestina alcanzó a verlo, aunque todo fue rápido. Apretó sus manos con fuerza para que no la soltara.




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