Almas Gemelas: El juego del silencio

26

–¡Celestina, espera!

Se levantó de golpe del sofá y la manta cayó al suelo. Su mirada perdida más allá de su hombro, el vacío en sus pupilas, como después de un golpe. No lo miraba... no podía. Solo respiraba con dificultad, aturdida por cómo había sucedido todo... Por qué de entre todos en el mundo tuvo que recurrir a él buscando ayuda.

–Yo... yo quería arreglarlo todo, lo juro. Te busqué. Pero... tu madre dijo que no querías ver a nadie. Que necesitabas paz y silencio. Que era mejor dejarte tranquila... Pregunté en qué hospital estabas, pero nadie me dijo nada. Simplemente me echaron. Porque ya estabas demasiado destrozada –hablaba atropelladamente, como intentando alcanzar todo lo que no se había dicho en esos años y en estas pocas semanas–. Fui a la universidad. Te vi, caminabas con una carpeta en las manos, pero huiste en cuanto me viste.

La miraba a los ojos, pero Celestina no podía concentrarse. Las clases de actuación le sirvieron de algo, y lentamente, conteniendo el corazón desbocado, caminó hacia el baño donde había dejado sus cosas. Quería cambiarse e irse. No volver nunca más.

Maldita sea… se sentía fatal por haberle permitido ver tanto de lo que había vivido.

O tal vez… ¡quizá era bueno! Que supiera cuánto había arruinado su vida aquel día.

Reín se detuvo, inhaló y dijo casi en un susurro:

–Perdóname…

Ella giró suavemente, mirándolo a los ojos.

Lo dejó entrar. En sus pensamientos, en su memoria, en sí misma. Permitió… demasiado, a él y a sí misma.

El pecho le dolía por lo difícil que era contener la respiración nerviosa. Podría haber gritado. Nunca antes había querido abofetear a alguien con tanta fuerza…

–Yo… no lo dije de inmediato solo porque… había que salvarte entonces. Ayudarte. Y todavía puedo. Puedo ayudarte a recuperar tu voz. Celestina, solo… solo no te vayas –se acercó a ella con cuidado.

Pero era demasiado; necesitaba calmarse y pensarlo bien. Hablar con Denny sobre la opción de otro médico...

Si era posible… ¿no era posible?

Su cuerpo reaccionó por pura inercia. Se dio la vuelta y prácticamente echó a correr. Cerró la puerta del baño tras de sí y apoyó la espalda contra ella, buscando aire. Después se arrancó la camisa –de golpe, con un gesto casi furioso. La tela, aún tibia por su cuerpo, cayó como un paño blanco sobre las baldosas frías. Tenía que vestirse y marcharse. Sin más.

Dios mío. Esto duele.

Demasiado rápido se había permitido debilidad. Había querido creer, con una ingenuidad casi desesperada, que aquel lugar era un refugio. Que su casa podía ser un pequeño islote donde todo fuera cálido y sereno.

¿Cómo podía ser? ¿Cómo su cerebro había borrado su rostro? ¿No podía reconocerlo de inmediato?

Y ahora… Reín le había sujetado las manos, y el recuerdo se abrió. Toda la escena: el olor de la hierba fresca, la suavidad del traje recién planchado, el leve nerviosismo antes del concierto… y aquel balón. Y su mirada, llena de horror, cuando corrió hacia ella.

Celestina se vistió deprisa, se puso su vestido pálido, alisó el pelo, reuniendo su compostura en un instante. Abrió la puerta.

Reín estaba junto a la salida, pero no bloqueaba el paso. Solo… estaba ahí. El viejo perro, Thomas, hacía ruido en la cocina, rascando su cuenco de acero… la vida cotidiana, tan inocente, tan fuera de lugar en aquella escena.

Celestina bajó la mirada para evitar encontrarse con sus ojos. Pasó junto a él, encogiéndose de hombros, como si buscara hacerse más pequeña.

Pero Reín habló apresuradamente, con firmeza:

–Lo siento. Te juro que lo siento. Siento que todo esto haya pasado. Siento no haberte dicho nada la primera vez que te vi en mi puerta. Soy culpable. Soy tremendamente culpable.

Ya estaba cerca de la puerta cuando él extendió bruscamente la mano y la sujetó por la muñeca. Su ternura aún contrastaba con ese gesto.

Pero ella ya no lo dejó entrar en su mente. Y tampoco quería sus recuerdos. No necesitaba ver nada de su vida.

–No dejé de pensar en ti ni un solo día y traté de convertirme en alguien que pudiera arreglarlo un poco, buscaba maneras. Sabía lo que había pasado con tu audición… lo sabía… pero no sabía qué decirte. Ninguna parecía correcta… Y después oí hablar de tu concierto… y estabas tan preciosa, tan increíble… Pensé que todo aquello había quedado atrás, que habías salido adelante, que ya no podía ocurrirte nada malo.

Pero ocurrió. Celestina alzó la mirada hacia él.

–Déjame ser quien te proteja. Y no ser quien… no quedarme como quien alguna vez te hizo daño. Todo ha cambiado, y hemos crecido… Soy culpable, Celestina. Pero te juro que haré todo para que vuelvas a cantar –y su nombre volvió a sonar tan dulce, tan real, con su voz hermosa, grave…

Había buscado tanto a quién descargar su dolor. Porque cuando ocurre lo irreparable, siempre se desea encontrar a un culpable…

¿Y él… lo estaba buscando? ¿Formas de arreglarlo todo? ¿Y nunca aparecía…?

–Bésame otra vez, castígame –la presionó contra la puerta, por la que ella quería salir–, hazme daño otra vez. Que duela, pero solo así. Déjame al menos sentir el dolor de tu toque. Solo eso. Porque sin ti no siento nada…




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