Cuando por fin durmió en casa, sintió que todo se volvía un poco más llevadero. O quizá… simplemente ya no tenía tiempo para un corazón roto. Estaba demasiado cansada para seguir angustiada, demasiado agotada, demasiado harta de sentirse mal.
Se dio una ducha, como si pudiera quitarse de encima no solo la fatiga, sino también los restos de sus caricias. Su aliento, su perfume con notas de café, aquellas palabras…
Sentada en bata, con una mascarilla fría en el rostro y una toalla en la cabeza, dejó caer la nuca contra el respaldo del sofá. Bajo los ojos aún persistía una sombra de cansancio.
Puso a Denny en altavoz.
–…pues eso te digo, Tina, cariño –Denny leyó su mensaje–, aquí simplemente no existe otro médico. De verdad no sé cuánto tardaría en encontrar a alguien decente en Estados Unidos. Podrías vivir allí un tiempo, pero otra vez lo mismo: la visa, tu trabajo aquí. Voy a intentar buscar algo, pero… bueno… es casi imposible –hizo una pausa; su voz se volvió más baja, más cauta–. Tuvimos suerte con Reín. Escuché que trataba casos graves de amnesia, que trabajó con testigos, con policías… es literalmente el mejor amigo de los investigadores de este país. Yo no querría tener ningún conflicto con él. Ya sabes… me intimida la gente con más poder. Quizá ser manager no fue la mejor elección si me dan miedo los conflictos.
Celestina bajó la mirada. Tecleó despacio:
«No me parece tan poderoso. En casa es una persona normal.»
–En casa –Denny suspiró apenas audible–. En este país es una maldita leyenda.
Silencio. Celestina se quitó la mascarilla y la dejó caer en la papelera junto al sofá. Se limpió la humedad del rostro. La toalla resbaló de su cabeza y cayó detrás del respaldo. Ni siquiera se volvió. Solo permaneció allí, con el pelo mojado y aquella bata de encaje que había caído ligeramente sobre la clavícula.
–Entonces, ¿qué le digo a Albert?.. –Denny temía hacer esa pregunta–. ¿Vas a ir a la reunión con el patrocinador? Quizá no sea tan terrible al final… –esperó unos segundos–. Siempre puedes marcharte si se vuelve… demasiado.
«Vale», respondió escueta.
Basta. Ya ha tenido bastante presión. Si quieren que sea así, que lo sea. Tal vez no resulte tan horrible como imagina. Tal vez pase sin más. Aunque una sola pregunta seguía atormentándola: si tenía que estar callada durante aquella reunión… ¿qué haría ese hombre con ese silencio?
–Vale, pequeña –la voz de Denny sonó por el altavoz–, le escribiré a Albert. Siento que todo sea tan…
Ella no contestó.
Entre las notificaciones recientes del móvil había varios mensajes de Reín sin leer. No abrió ninguno. Solo los deslizaba hacia abajo, y cada vez algo se apretaba en su pecho, pero sus dedos eran incapaces de tocar «leer».
La tarde de unos días después se preparó como si fuera en piloto automático. Los pensamientos difusos, lejanos. Eligió un vestido sobrio, negro, de mangas largas, como un escudo para todo lo que no quería mostrar. Solo un pequeño broche dorado entre los pechos. Se peinó hacia atrás y se puso una diadema plateada. En el cuello, un hilo de perlas. Zapatos cómodos de tacón bajo… Por si acaso. En el bolso pequeño, un espray de defensa que le habían dado en los cursos de autodefensa del estudio. Le había parecido una tontería entonces.
El conductor la llevó al lugar de la cita. Bajó primero, rodeó el coche y le abrió la puerta, ofreciéndole la mano sin detener el vistazo ni un instante: profesional, silencioso, discreto. Ella solo asintió en señal de agradecimiento, salió del coche y alzó la vista hacia la fachada del restaurante, tras la cual, justo en la esquina, se alzaba el hotel. Y solo pensar que ambos edificios estaban conectados le provocó una oleada amarga de náusea.
Dentro, silencio. Un salón vacío, luz amortiguada, tan apagada que costaba percibir que el lugar estuviera realmente abierto. Solo una mesa en el centro del amplio espacio, perfectamente vestida con un mantel blanco impecable. Celestina vio cómo un desconocido apartaba la silla y se ponía de pie, y se dirigió hacia él.
Tenía un aspecto agradable, ese tipo de hombre al que no clasificas de inmediato: nada llamativo, nada desagradable. Algo mayor que ella. Le tendió la mano, ligera, como ofreciendo un apoyo más que un saludo, y ella permitió que sus dedos rozaran los suyos para sentarse con cortesía.
Y justo en ese instante, cuando levantó la mirada brevemente, entraron al salón con rosas –muchas, enormes ramos de un rojo profundo. Aquello parecía una escena de una película ajena, una en la que interpretaba un papel que aún no entendía.
–Valentín Gens –dijo su nombre.
Ella se comportó de manera profesional, como sobre un escenario, aun si era para un único espectador. Le sonrió.
–¡Papáaa-r! –la vocecita infantil, de niña, irrumpió de repente.
Celestina se giró en el acto al oír la vocecita.
Una niña de unos diez años corría hacia ellos agitando sus manitas todavía húmedas.
–Papá, lo hice to-oda sol-ra.
–Sola –la corrigió él con ternura, y la pequeña saltó a sus brazos y se quedó mirando fijamente a Celestina.
Luego, sin tomar aire, soltó emocionada: