Aún unos días después, Valentín le recomendó cuidadosamente un médico. Celestina aceptó, manteniéndose por cortesía.
Se reunió con él una sola vez; el doctor parecía educado, atento, incluso un poco decepcionado por su escepticismo, pero no ejerció presión. El gerente confirmó: sí, la opción no estaba mal, si no decir que era la mejor de las posibles en ese momento. Pero después de la experiencia con Reín, notaba una diferencia significativa. El nuevo médico no realizaba sesiones, no preguntaba por el pasado, y para intentar recuperar el recuerdo del día en que perdió la voz… recetó unas pastillas especiales, decía que únicas. Ella asintió educadamente, incluso prometió comenzar el tratamiento en los próximos días. Pero dejó el frasco en el bolso y no volvió a tocarlo. No creía en absoluto que las pastillas pudieran ayudar. El enfoque de Reín le parecía más realista.
Y Reín aparecía en sus sueños cada noche. Su rostro perfecto bajo la luz anaranjada de la ventana, sus manos cálidas en sus mejillas, el olor de su consulta, la lluvia al otro lado del cristal, esa voz baja y tranquila. ¿Quién iba a imaginar que el chico que había visto alguna vez en la universidad se convertiría en un hombre tan deslumbrante?
Soñaba con sus besos, pero breves, tímidos.
Y poco a poco se coló la idea paranoica, insistente, no deseada: ¿y si él tenía alguna forma de colarse en sus sueños?
Una idea paranoica, insistente, no deseada, como él mismo.
Y al final del mes, al despertar nuevamente sin voz, tras otro sueño en que ella le sujetaba la mano y no quería despertar, Celestina no pudo más. Necesitaba a alguien que al menos intentara arreglarlo todo… aunque la discográfica la hiciera subir al escenario con playback, aunque tuvieran que esperar; el tiempo se le acababa.
Se arregló, se sentó en el coche, manos sobre el volante… calientes, como si no fueran propias. La carretera le resultaba familiar hasta el hastío. Se detuvo frente a su casa, sin apagar el motor, sentada, mirando por las ventanas. Luego salió. Tocó la puerta… y se abrió demasiado rápido.
Él estaba descalzo, camisa negra, el móvil colgando de una mano, las gafas subidas al pelo. Los ojos, un segundo de alarma. Y al siguiente, pura emoción desbordada, tan perdido que Celestina lo sintió en el pecho: había echado de menos.
Una sola inspiración y Reín dio un paso atrás, se apartó, le dejó sitio. La invitó con un gesto.
Se alegró de que no la persiguiera y le diera tiempo para recomponerse. Ya tenía suficientes perseguidores en su vida…
Celestina cruzó el umbral. El aire caliente de la calle se transformó de inmediato en la frescura de la casa. Los tacones apenas rozaban el suelo de madera, pero sus piernas temblaban. No de miedo, sino de tensión acumulada.
Él la condujo en silencio por el pasillo. El consultorio estaba oscuramente familiar, solo una luz suave iluminaba las estanterías de libros. Todo estaba en su lugar, como si ella nunca se hubiera ido, como si aquel mes de desesperación no hubiera existido. Se sentaron frente a frente.
Durante un minuto escondió su rostro entre las manos, luego pasó los dedos por su cabello hacia atrás, con brusquedad, casi irritada.
–Otra vez con tacones –bajó la vista al apósito del pie–. Veo que te están destrozando.
Ella se quitó los zapatos en silencio y solo entonces notó cuánto le dolían los pies.
Reín la observaba con atención.
–¿Qué ha pasado todo este tiempo que no nos hemos visto? –preguntó–. ¿Alguien te hizo daño? ¿Estás aquí solo porque te obligan a ser paciente otra vez? Te dije que estoy dispuesto a ayudarte, podíamos haber seguido, no quiero presionarte… pero necesito saber qué piensas. Al menos para saber cómo continuar las sesiones.
Celestina negó con la cabeza lentamente. Tan despacio que parecía responderse a sí misma, no a él.
La habitación estaba en silencio. Demasiado. Afuera, un abejorro zumba entre las flores. El reloj hacía tic-tac en la pared. El viejo perro caminaba en el primer piso. Y ella… ella lo miraba directamente a los ojos. Y ella… lo miraba directo a los ojos. Y no entendía qué veía en ellos. ¿Pena? ¿Calma? ¿Rabia? Estaba tan contenido, tan frío, casi estéril. Maldito profesional. Quería su emoción.
Él extendió la mano hacia ella.
Preguntó. Ella miró su palma. Quiso tomarla. Hasta sentirse mareada. Apretar los dedos, abrazarlo, mostrarle lo mal que se sentía, que no había salida, que todos los caminos la llevaban hacia él. Pero la paralizó la rabia, porque no podía recomponerse lo suficiente para simplemente retomar las sesiones. No una relación, no a él… solo el tratamiento.
Sus dedos temblaron apenas.
Lo extrañaba.
Y odiaba eso. A él.
Dos fuerzas la tiraban en direcciones opuestas. Quería desaparecer. Quería quedarse. Caer en sus brazos y gritarle al pecho cómo le había destrozado la vida incluso antes de que comenzara. Pero no podía ni tocarlo.
Él no bajó la mano. Simplemente esperaba.