Se levantó y salió, dejándolo solo en la consulta, sin explicar adónde iba ni por qué. Él ni siquiera preguntó. Reín se quedó esperando.
Celestina encontró el cartel en el salón, entre sus papeles personales, perfectamente doblado sobre un estante. Su propio concierto, su nombre, su rostro. Volvió a la consulta y lo tiró sobre el escritorio, delante de él.
Reín levantó la mirada.
–Te lo dije –murmuró, sin apartar sus oscuros ojos–. No dejé de pensar en ti desde aquel día.
Se sentó, tomó su cuaderno del escritorio. Apenas tocó las páginas, notó lo fácilmente que se deslizaban bajo sus dedos. Demasiado fácilmente. Reín había leído. Todo lo que había escrito allí, lo había leído una y otra vez mientras ella no estaba.
Escribió:
«¿Tantos años? Entonces, ¿por qué no pensar que podrías haberlo planeado? Tus talentos me sorprenden, no puedo imaginar qué más esperar de ti. ¿Podrías haberme quitado la voz para obligarme a venir aquí contigo, el único e irrepetible? Yo ya empezaba a recuperarme, hice carrera, me volví inalcanzable… un modo perfecto de acercarte a mí. Estás obsesionado. No hay razones para pensar en alguien todos los días durante tantos años, y ni siquiera aquel incidente me hizo pensar en ti cada día».
Él no apartó la mirada, no objetó, solo levantó una ceja por un instante –obviamente no le agradaba aquello–, pero respondió de inmediato:
–Hay razones para pensar en ti todos los días –dijo con calma–. Algunas ya las entiendes tú misma. Otras no puedo explicarlas hasta que recuperemos tu voz. Porque todo lo que puedo hacer ahora, lo que he tenido que hacer y debo hacer… es ser médico. Solo médico.
Negó con la cabeza, lentamente. Y eso dolía otra vez. Irritaba. Despertaba algo nuevo que no podía nombrar. No entendía lo que quería de él, de sí misma, de todo.
Escribió:
«No podré seguir mostrándote mis recuerdos. Todo ha cambiado. No eres la persona que yo conocía».
–O quizá no soy la persona que tú imaginabas –dijo él–. Me conoces. Intenté mostrarme tal como soy. Porque en realidad no oculto nada, salvo aquello que me ata por juramento, pero eso es solo trabajo. Podría haber dicho más, lo habría dicho. ¿Qué puedo hacer para que confíes en mí? Si no soy la persona adecuada, dime quién debo ser para no hacerte daño otra vez.
Obviamente, solo podía ser médico. Claramente podía continuar con todo esto, pero Celestina no podía dejarlo entrar en su mente otra vez. Le parecía una locura.
–No pude dejarlo atrás. Porque tú siempre permaneciste en mí –dijo de repente, y un instante después apretó los dientes y exhaló con fuerza–. Es obsesión, pero además, es un maldito accidente que también me rompió a mí. Si pudiera haberte visto entonces, pero no se dio… lo siento.
Por un instante le recordó al Reín de sus recuerdos, el que no podía hablar en el consultorio del terapeuta porque no podía quebrantar su juramento. Le dolía entonces. Y claramente le dolía ahora hablar de sentimientos, porque las palabras sobre lo que sentía por ella eran tan transgresoras como los besos.
Quería escuchar lo que ocurría en sus malditos pensamientos y su corazón… y –oh, era tan terrible– quería que le doliera. No era de las que daban bofetadas… pero… si podía hacerle daño… que siguiera hablando.
–No exijo perdón… En este consultorio no exigiré nada de ti. Aceptaré tu odio. No te quitaré nada. Solo quiero devolverte todo.
Escribió:
«Estoy obligada a estar aquí, no es una elección. Tu consultorio se convierte de repente en una trampa, donde debo sentarme con alguien que me desagrada».
–No digo que todo vaya a estar bien entre nosotros ni que esto se pueda arreglar de verdad. Y yo soy culpable de dejarme llevar por el impulso de pensar en besarte. Si quieres, llamémoslo error, pero seguiremos adelante. Sé exactamente cómo hacer que te sea más fácil.
Escribió de nuevo, conteniendo las lágrimas:
«¿Qué sientes por mí?»
Él abrió la boca, listo para decir algo, pero apoyó la palma sobre su pecho, exhalando con fuerza, y respondió:
–No puedo decirlo… –y nuevamente extendió la mano hacia ella–. Pero puedo mostrarlo.