Lo tomó de la mano de golpe, apretó su muñeca con fuerza, apretando los dientes.
Le había preguntado qué sería lo primero que le diría cuando recuperara la voz… que lo odiaba, que no podía soltarlo.
Y en ese mismo instante, antes de que ella pudiera reaccionar, todo a su alrededor desapareció –de repente– y ante sus ojos ya no había paredes grises, solo una oscuridad densa, a través de la cual pasaban fragmentos de voces ajenas, bullicio, destellos y retazos, como un sueño que se desmorona en pedazos apenas intentas recordarlo.
Y luego… silencio.
Celestina se quedó paralizada. Sus dedos aún sujetaban su muñeca, intentando no pensar que todo eso seguía, que todavía lo tocaba.
De ese silencio surgió la luz de un restaurante caro, un gran salón con techos altos, iluminación suave, tintineo de copas, aroma a champán caro y un poco de perfume desgastado. Parecía una reunión de antiguos alumnos. Del techo colgaban globos azules festivos –el color de su universidad, el mismo de su camiseta de fútbol del fatídico día…
Reín, desde su recuerdo, entra en el salón: –un hombre alto y elegante, con un traje perfectamente planchado, como recién salido de la sastrería. Lo recibe una multitud admirada, excompañeros, viejos conocidos. Todos saben quién es, a dónde ha viajado, dónde hizo prácticas, qué técnica ha dominado –sumamente compleja, casi al límite. Celestina siente su confianza; él realmente disfruta la velada. Le dan la mano, sonríen, lo saludan, y él se mantiene firme, asintiendo en silencio, como si todo eso fuera rutina, aunque en realidad es un día muy especial, eso se nota.
–Todavía trabajas al borde del agotamiento –dice un hombre a su lado, sonriendo, levantando una copa de champán con una hermosa frutilla flotando.
–Porque a veces solo el dolor mantiene vivo –responde Reín–. A veces hay que llevarse al límite, hasta que los huesos duelan. Y llegar a ataques de migraña tan fuertes… que te doblen por completo. De lo contrario, no sirve –y choca su copa contra la del interlocutor, “clink”.
El hombre se alegra:
–¿Fue tan duro? –se inclina un poco hacia adelante, interesado–. He oído que con esa técnica se puede perder la cabeza al final. ¿Sabes…?
Pero la frase se corta. No es que él se calle; es que Reín no oye. Y a Celestina le parece que ha sido ella quien no ha captado las palabras. Le pasa a menudo; está acostumbrada.
Mientras tanto, el Reín del recuerdo responde con total naturalidad, como si nada hubiera pasado:
–A veces, después de las sesiones con los pacientes, me derrumba tanto que no puedo levantarme de la cama durante tres días. Solo con trabajar en serio con alguien, y eso es todo.
–¿Tú también estás atado por juramento? ¿Tus condiciones no son más estrictas? Tu especialidad es… un poco distinta.
–Igual que las de los terapeutas. No inventaron nada nuevo para mí –encoge los hombros Reín.
–Maldición… Me gustaría preguntarte más, pero temo que el dolor te inmovilice de inmediato –ríe el hombre, pero con un matiz de respeto.
–De todos modos, no diría nada, salvo en términos generales, y tú ya sabes todo –sonríe apenas Reín.
–Sobre tus migrañas, Reín… Puedo recomendarte unos medicamentos, trajeron unos buenos de Portugal, tuve que firmar contratos. Ahora los prescribo a todos, pero realmente funcionan.
–No hace falta. Estoy en tratamiento. Todo bajo control.
Está claro que su vida está llena de dolor. Celestina no se sorprende.
La conversación se disuelve rápidamente, la escena cambia, el ángulo cambia, el ritmo cambia. Todo avanza como un video acelerado. Y ya Reín está solo. En el balcón del restaurante, debajo la piscina, junto a ella otra fiesta algo más atrevida. Las puertas abiertas detrás conducen al bullicio cálido del restaurante, a sus compañeros de clase, pero aquí hay silencio. Sostiene la copa, último sorbo de champán.
Y en un rincón del balcón, sobre el alféizar, suena un parlante –bajo, algo familiar. Entonces él gira la cabeza. Mira hacia la oscuridad del cielo nocturno. Y hace chasquidos con los dedos cerca de su oído derecho. Chas-chas. Una vez más. Chas-chas. Celestina ve cómo se tensa. Y otra vez. Chas-chas… chas… chas. Frunce el ceño.
El recuerdo se interrumpe de repente, y Celestina mira a Reín junto a ella, inquisitiva. Él permanece imperturbable y concentrado.
Otro recuerdo suyo cambia de nuevo el espacio alrededor… Por un instante ella se distrae, observando cómo él pasa suavemente el pulgar por su mano.
No quiso comprender por qué le mostró exactamente aquella noche del encuentro.