El mundo a su alrededor cambió de nuevo, como si alguien hubiera presionado un interruptor. Inmediatamente reconoció esas paredes, esos suelos de mármol… Celestina se quedó paralizada, porque ese era su mundo. Era el edificio principal del estudio, alto, blancísimo, con monogramas en las puertas y letras doradas en los cristales. Lo reconoció con un doloroso detalle: desde el vestíbulo al que lleva la avenida de ginkgos, hasta el último piso, donde estaban las oficinas de la dirección, los productores y los administradores.
¡Cielos! ¿Qué demonios…?
Reín ya estaba adentro. El guardia lo dejaba pasar sin ningún obstáculo, lo que significaba que estaba acordado. Caminaba con seguridad hacia el ascensor, de cristal y brillante, que lo elevaba suavemente al ritmo de una música apenas audible.
Celestina miraba y veía: el dedo de Reín presionando el botón del piso diecisiete. El piso donde, en la esquina, con un piano negro y altavoces por todo el perímetro, trabajaba Tobías, su compositor.
Celestina sintió algo agudo y ardiente apretarle el pecho. Pánico… ¿Pero qué hacía Reín allí? ¿Cuándo? ¿Para qué había venido? ¿Por qué ella no sabía nada?
Maldita sea…
Reín estaba en el ascensor, como una estatua: frío, imperturbable.
Y en el momento en que ambos miraban las puertas de la oficina acercándose lentamente, Celestina, sin comprender, sin querer, inconscientemente, casi por instinto, apretó su mano. Fuerte, asustada…
No se equivocó. Y allí estaba Reín desde el recuerdo, caminando directamente hacia la puerta con la placa donde el nombre y el cargo estaban grabados en letras doradas. Tocó. La puerta se abrió como si lo hubieran estado esperando.
La oficina estaba oscura. El aire olía a humo de cigarrillo. En un sillón de cuero, sonriendo, con un cigarro en una mano y un vaso de brandy en la otra, estaba Albert, el director. Tobías estaba de pie junto a él, brazos cruzados sobre el pecho, como protegiéndose del invitado. Y entonces Celestina vio. Lo mismo que Reín había visto en los ojos de Tobías. Lo que él había mencionado. Ese brillo en los ojos… rojo, depredador, esquivo, pero tan evidente una vez que lo habías notado.
Tobías extendió la mano. Reín la estrechó brevemente, frío, sin ninguna emoción. Albert también ofreció la suya, pero Reín no respondió, simplemente ignoró el gesto.
Comienza a hablar con su jefe:
–Es tan lamentable que ni siquiera lo creí al principio.
Albert levanta las manos, como diciendo que no era culpa suya, simplemente sucedió, y luego, sin demora, toma un sobre gris fino del escritorio y se lo entrega a Reín. Movimiento sin emoción. Pero Reín, al tomar el sobre, hace un leve ruido y rompe el borde.
Celestina lo sintió claramente. La ira de Reín era tan vívida… Observaba conteniendo la respiración, sin entender aún qué había dentro de ese sobre.
–¿Acaso los médicos no tienen prohibido tener relaciones con sus pacientes? –dijo Tobías.
–Sí –responde Reín, levantando la cabeza–. Pero hay diferencia entre delito y sentimientos. Yo tengo un juramento, ella un contrato, así que no sean tontos, los límites son evidentes, y yo tampoco deseo arruinar su carrera con un escándalo ni hacerle daño.
–Sentimientos… –repite Albert con cinismo–. Tus sentimientos casi arruinaron su tratamiento. Y por el hecho de que rompiera su contrato… te culparé solo a ti. Tal vez a mí mismo también, porque debí haber supervisado sus sesiones. Pero su contrato es inviolable, todo seguirá como está, así que no esperes quedarte con ella. Su imagen es la de una doncella intacta, y todo chico debe soñar con ella. Y las jóvenes admiradoras adoran la imagen inocente de una chica romántica en el escenario.
Reín simplemente se encoge de hombros y dirige la mirada a Tobias. Simplemente lo observa.
–La única copia –murmura Albert, señalando el sobre.
Y de pronto todo encaja. Celestina comprende. En el sobre hay fotos… Reín, en el recuerdo, las revisa, las pasa una tras otra… allí su mano en la nuca de él, sus labios sobre los de ella, todo aquello que era solo de ellos y secreto. Como dos personas que olvidaron las reglas, los límites, todo en el mundo.
¿Cómo obtuvo esas imágenes…?
–No pensé con quién trataba –Albert niega con la cabeza–; con alguien que es amigo de toda la cúpula.
–No de toda –Reín sonríe–; con usted, por ejemplo, no soy amigo –bromea con suavidad.
Albert se ríe, pero su disgusto es evidente. Resulta claro que Reín tiene influencia gracias a sus contactos con los ministerios y a su talento para investigar delitos. Evidentemente, los presionó o hizo la pregunta directa: esas fotos eran chantaje y una violación de sus derechos, un delito, y Reín tenía pruebas de que se lo habían hecho a ella.
–Ella necesita volver al escenario –finalmente Albert parece dispuesto a cerrar la reunión, se levanta y apaga el cigarrillo–. Pero tú ya no puedes seguir tratándola –extiende la mano para estrecharla.
Reín le estrecha la mano, pero Celestina entiende que lo hizo únicamente para sentir el ánimo de Albert a través del contacto y quizá intentar –adrede o por accidente– asomarse por un instante a sus pensamientos. Tobias también se despide, y Reín sale de allí, se dirige al aparcamiento detrás del edificio hacia su coche y, sobre un cubo de basura, quema con un encendedor todas las fotos. La defendió, influyó en ellos. Hasta ese momento, en manos de su estudio, Celestina se había sentido impotente y sin derecho real a elegir. Pero él aceptó no ser más su médico…