Almas Gemelas: El juego del silencio

36

Celestina palideció. Sus dedos se clavaron en el antebrazo de Reín, con la fuerza con la que uno se aferra cuando el suelo desaparece bajo los pies.

–No… –respondió Reín con cautela–. Soy su médico. Hablo por ella porque, lamentablemente, ella no puede hablar por sí misma.

–Solo pregunté por Tobías porque la llamada vino del número de Celestina… ¿Quién más podría estar con ella si no es alguien del trabajo?

–Mmm –se oyó desde Reín–. ¿Podría ella visitarlo? Solo un encuentro breve, para disipar o confirmar cualquier preocupación sobre su estado.

–No me hace mucha gracia compartir esto… Pero… ¿Qué le pasa? ¿Por qué habla usted por ella? ¿Quién es usted, cómo se llama?

–Reín Isher.

–Isher… ¿todo está tan mal? ¿Ha pasado algo terrible o irreparable?

–Se puede arreglar, si reúno las piezas restantes –insinuó, dando a entender que sabía bastante.

–Ya veo –el hombre al otro lado sonaba cansado–. Está bien, enviaré la dirección. La mucama lo dejará pasar.

El pánico se apoderó de Celestina, tan repentino y agudo que parecía que le costaba respirar. No sabía dónde ponerse, qué hacer con las manos, adónde desviar la mirada. Cada palabra la intimidaba. Si Cliff no hubiera mencionado el nombre de Tobías, tal vez habría ido allí sin dudarlo; pero ahora estaba paralizada, temblando como un hilo tenso, y miraba a Reín como si en sus ojos hubiera una respuesta, como si él pudiera salvarla de esa sensación… de injusticia o traición.

–Celestina… –dijo él, y su nombre sonó nuevamente tan suave, tan cálido, que su corazón se estremeció involuntariamente.

Sus manos tocaron sus mejillas, acariciándolas con suavidad. Pero en ese contacto volvió a doler… tanto a él como a ella… así que se retiró, dando espacio, aunque ese gesto le resultara a ella insoportablemente necesario.

Se quedó de pie sola en medio del frío tras la lluvia matutina y la confusión, abrazándose los codos. Él no podía abrazarla, evidentemente, no quería hacerle daño, y ella tampoco deseaba ese abrazo, no ahora, porque habría nublado su mente, derretido los últimos restos de precaución.

Reín se acercó un poco más, solo tocó su cabello, acomodando un mechón que caía sobre su rostro, enderezando la correa torcida del bolso, colocando suavemente el cuello de su blusa… Cuidaba de ella.

La miraba directamente a los ojos, sin apartar la vista, hablaba casi en susurros, con ese tono que no contenía ni juicio ni presión, solo cuidado:

–Tranquilízate. Esto aún no significa un desastre. Lo entiendo… te agrada esta persona. Te ha ayudado. Pero necesito que estés preparada para aceptar que algo anda mal con él. Y todo esto… está conectado.

Ella no estaba preparada. No para esto. No para descubrir que algo andaba mal con todos a su alrededor. Que todo lo que parecía sencillo estaba enredado. Que incluso Reín –el hombre del que ya casi se había enamorado– resultaba no ser alguien simple, sino un fantasma de su propio pasado. Estaba a punto de llorar de nuevo. Porque una vez que uno se permite llorar, ya no es fácil detenerlo.

–Lo siento tanto… –dijo él otra vez, y las palabras fueron aún más suaves, pero no tanto como para ser incomprensibles o inaudibles para un oído dolido–. Te lo juro… lamento tanto que haya tanta gente deshonesta y cruel a tu alrededor… cruel… Ahora iremos a verlo, estaré a tu lado y me aseguraré de que nada suceda. Para que él diga todo lo que deba… Créeme otra vez, haré todo lo que necesites. Te lo prometo.

Pero Celestina ya estaba tan confundida y desordenada que tomó su mano y lo arrastró desde la terraza hacia la casa, hacia la sala de estar. Señaló con el dedo un ramo de peonías, ya inclinado en un gran jarrón sobre la mesa.

–¿Debo explicarlo? –preguntó él.

Ella asintió.

–No repito nada a nadie. Me alegra que no lo hayas tirado…

Celestina entrecerró los ojos con molestia, exhalando con fuerza por la nariz, porque, caray, primero la mucama no lo había tirado, y después ya era demasiado tarde. Las flores no tenían culpa.

Le mostró a Reín «dos» con los dedos.

Él entendió:

–Sí, este es mi segundo ramo para ti. ¿Tenías dudas?

No… simplemente no quería admitirlo. Negó con la cabeza y salió de la casa, Reín lo siguió en silencio.




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