Almas Gemelas: El juego del silencio

39

Celestina estaba sentada en el asiento del copiloto, sintiendo un temblor en los dedos tras la conversación con Cliff. Reín arrancó el coche en silencio, pero sus movimientos no eran tan seguros como de costumbre. Exhaló con dificultad, y Celestina notó que sus manos, que apretaban el volante, temblaban.

Desvió la mirada hacia él, y su corazón se encogió. Durante todo el día había olvidado por completo la furia sorda que sentía hacia aquel hombre. Reín parecía tan fuerte, tan decidido en ese momento, cuando estrechó la mano de Cliff, cuando le mostró algo, violando la confidencialidad de Celestina. En realidad, quería compadecerlo, extender la mano, tocar su hombro. Pero no podía, y no quería añadirle más dolor.

Reín giró la cabeza, y su mirada se encontró con la de ella:

–Tenía que enseñarle lo que te pasó, Celestina. De otra forma no habría sacado nada útil. Necesitaba saberlo. Necesitaba sentirlo.

Ella apretó los labios, sintiendo cómo una ola caliente subía hasta su garganta. Él abrió su dolor, su vulnerabilidad, sin pedir permiso. Y aun así… veía lo que le había costado. Sus manos temblaban, su respiración era entrecortada… Estaba dispuesto a extraer de su antiguo médico todo lo posible. Y eso la desgarraba: entre la ira hacia él y la gratitud por luchar por ella.

Celestina abrió las notas en su teléfono, sus dedos golpearon la pantalla con prisa:

«No tenías derecho a mostrarle mis recuerdos. Son míos. No tuyos».

–Lo siento.

Reín aparcó frente a la casa de Celestina, y el motor se apagó, dejando solo el pesado silencio que se posó entre ellos. Las farolas de la calle arrojaban una luz tenue sobre el asfalto, y el aire de la tarde olía a hierba húmeda y a lluvia lejana. Celestina miró rápidamente por los espejos laterales, asegurándose de que no hubiera ojos extraños detrás de ellos.

Apartó la mirada del espejo y lo observó. Reín estaba sentado, recostado en el respaldo del asiento, sus dedos todavía sobre el volante, como si no supiera dónde ponerlos. Su rostro mostraba cansancio, los ojos apagados, pero en ellos ardía una emoción nueva, que ella no había visto antes. Algo agudo, casi infantil, que le hizo apretarse el corazón.

–¿Tienes prisa? –preguntó él, su voz suave, pero con una nota que la cortaba como un cuchillo–. ¿Tienes una cita programada?

Celestina contuvo la respiración. En sus palabras había enojo, celos –esa misma emoción infantil que tanto le molestaba. Negó con la cabeza, sus labios se estrecharon en una línea fina. No, ninguna cita. No quería que él pensara otra cosa, pero su tono, su mirada, la hacían sentir culpable, aunque no hubiera hecho nada.

Abrió la puerta del coche, queriendo huir.

–¿Hay algo más que podrías mostrarme? –su voz la detuvo justo cuando estaba a punto de cerrar la puerta.

Celestina lo miró, sus ojos se encontraron, y sintió cómo su garganta se contraía.

Ese tema definitivamente no quería abordarlo. No ahora.

Negó con la cabeza con un movimiento brusco. No. Nada más. Cerró la puerta del coche sin mirar atrás, aunque sentía la mirada de él sobre su espalda.




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