Celestina se giró bruscamente, fijando la mirada en la camarera tras el mostrador. La misma chica que en el recuerdo: labios finos, cabello rubio recogido en una coleta, diminuta y con caderas generosas. Celestina apretó los puños; su corazón latía tan fuerte que un nudo de náusea le subió a la garganta. La ira y el miedo se mezclaban en ella como un veneno, y apenas logró contenerse para no levantarse de golpe, no agarrar a la camarera de la mano y obligarla a revelar todo lo que sabía. ¿Qué había visto? ¿Qué había oído? ¿Quién era esa persona?
Pero Celestina solo apretó los labios. Sabía que no podía reclamar nada; no podría pronunciar una sola palabra.
Reín, sentado a su lado, notó su mirada. Se volvió hacia Alexa, su voz era tranquila pero cálida, con aquella cortesía medida que hacía que la gente confiara en él:
–Alexa, gracias por confiar en mí y encontrarte con Celestina. Hiciste lo correcto. No olvidaremos tu ayuda.
Alexa asintió y se puso de pie:
–Me voy –murmuró, sin mirar a Celestina–. Ten cuidado, Estelle. Piensa bien cada palabra que firmes.
Celestina miraba a Reín. No podía decirlo en voz alta, pero su mirada gritaba: «No me dejes aquí. No me dejes sola con todo esto». Sus dedos temblaban sobre la mesa, y sentía que su corazón se apretaba ante la idea de que él pudiera irse, dejándola sola ante esa pesadilla.
Reín se inclinó hacia ella; su mano se deslizó suavemente bajo la mesa y tocó su rodilla. Su toque era ligero, pero aun así dolía. Y aun así Celestina dejó caer su mano bajo la mesa y apretó sus dedos; sus uñas se clavaron en su piel, como si eso pudiera retenerlo a su lado.
–Celestina –su voz bajó un tono–. Ve a mi casa. La mucama te dejará entrar. Yo me encargaré de todo y llegaré después. Te lo prometo.
Ella apretó su mano con más fuerza; sus ojos brillaban con lágrimas que no se permitía derramar.
Asintió y escribió en las notas del teléfono, porque todo se complicaba y ella misma se resistía demasiado:
«¿No me vas a dejar sola, verdad?»
–No –movió la cabeza–. No te dejaré.
Celestina salió del café. Al sentarse en el coche, miró por la ventanilla: Reín se levantó y se acercó lentamente a la camarera. La absurda y punzante sensación de celos le cortó el pecho.
«Ojalá no la invite también a una cita», pensó, y se enfadó consigo misma por esa debilidad.
Apretó el volante y aceleró bruscamente, dejando atrás el café.
El trayecto hasta la casa de Reín fue silencioso. Se detuvo frente a la alta verja; la criada, una mujer mayor de ojos bondadosos y manos arrugadas, la abrió sin prisa. Evidentemente, él la había avisado. En el jardín, entre los arriates recién cavados, rebuscaba Tomás, el viejo perro al que también había echado de menos. Corrió hacia él, le tomó el collar con cuidado, riendo cuando le lamió la mano, y lo arrastró hacia la casa para salvar las pobres flores.
La criada abrió la puerta, pero al ver las patas sucias de Tomás y el desastre del jardín soltó un gemido:
—¡Ay, Virgen santa! ¡Otra vez! Pasen, pasen, señorita. Ya le he dicho al señor Reín mil veces que un perro callejero no puede ser obediente, pero él le perdona todo: el césped destrozado y lo demás. ¡Y ahora ha traído otro más! ¡Y yo que me ocupe de todo!
¿Nuevo perrito? Siguió a la mucama, que llevó a Thomas al baño, murmurando sobre patas sucias. Celestina giró hacia la cocina, feliz de quitarse los zapatos. Descalza sobre el suelo fresco, se acercó a la cafetera en la esquina. El aroma del café llenaba el aire cuando notó al pequeño perro blanco y negro, acurrucado en la cama de Thomas.
Celestina se inclinó, y su corazón se apretó con ternura inesperada.
Dios, qué paz y qué seguridad había en esa casa.
Se sentó a la mesita de la terraza entreabierta, la misma donde habían comido después de alguna sesión.
No tuvo que esperar mucho. A la hora exacta se oyó la llave, y aquellos pasos que le hacían temblar las rodillas se acercaron por fin. Mientras tanto la criada le había traído un cinnamon roll calentito; lo terminaba de forma mecánica cuando Reín entró en la cocina.
Entró como si nada hubiera pasado, sonriendo, un poco insolente.
–¿Me extrañaste? –preguntó desde el umbral.
Celestina levantó los ojos y chasqueó la lengua; su paciencia se agotaba.
Reín sonrió más ampliamente, pero su mirada se volvió seria. Encendió la cafetera y cerró la puerta; el clic seco del cerrojo hizo que Celestina se estremeciera. Tomó su café y se sentó junto a ella, tan cerca que ella sintió el calor de su hombro.
–El nuevo cachorro es Gorrión –dijo, señalando al perrito–. Como en la película de piratas: Jack Sparrow. Porque le gusta jugar mucho. Porque es un ligón.
Celestina entrecerró los ojos.
Reín suspiró; su sonrisa se apagó levemente. Apartó el café y la miró a los ojos.
–La camarera no recuerda aquel día, igual que tú. Solo recuerda que les llegó un envío nuevo de café, pero fue solo un repartidor. Estoy seguro de que algo pasaba con ese café. Alexa no lo tomó, por eso recuerda todo.