Almas Gemelas: El juego del silencio

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Sus primeros pasos en el escenario no fueron solo un éxito, sino también la realización de su sueño. Con cada escalón que la llevaba más arriba, Celestina se volvía más inalcanzable: una estrella que brillaba tan intensamente que Reín se sentía una sombra. Y cuando todo parecía haberse alineado, conquistar el corazón de una mujer así seguía pareciendo imposible. No era un magnate ni un millonario; no tenía nada sobrenatural que pudiera conquistarla. A sus ojos, se parecía a Thomas: un perro rebuscando en la basura, solo que él hurgaba en las mentes ajenas, en los rincones sucios de los recuerdos humanos, que a menudo no eran mejores que un vertedero.

Y ese «basurero» comenzó a glorificarlo. Su habilidad para hurgar en los pensamientos le trajo nombre, reputación, clientes.

…hasta que un día apareció en el porche de su casa. Celestina. Frágil, con esos mismos ojos que alguna vez lo miraron con miedo en el pasillo de la universidad. La misma mirada… pero no lo reconoció.

Se quitó los zapatos en su oficina, sus movimientos eran inseguros porque temía abrir sus pensamientos. No estaba lista. Y él tampoco.

Reín la miraba, y su corazón se contraía con un solo pensamiento: pero él mismo… no había perdido la voz. Sus dolores, sus heridas, eran compartidos.

¿Por qué ella callaba?

¿Por qué él… habla, cuando ella calla?

¿De verdad no lo había reconocido? En lo profundo de su alma se alegraba de ello: temía ver en sus ojos odio por los años perdidos. Pero en ese encuentro veía una oportunidad. Una oportunidad de salvarla, de lavar su propio dolor, de encontrar perdón para sí mismo y luego, si tenía suerte… ¿y ella podría perdonarlo?

El primer día, Reín tomó su mano. Sus dedos se cerraron con cuidado sobre la de ella, y sintió lo difícil que le resultaba cada respiración. No estaba libre. La consumían la rabia, la amargura y la tristeza. Su cuerpo estaba cansado, su alma exhausta.

Y mientras él sostenía su mano, buscando aquel día perdido en lo profundo de su memoria, un dolor insoportable crecía bajo sus costillas.

Entendió de inmediato: todo había salido mal. ¿Cómo demonios podía curarla si él mismo estaba enamorado? Con esa sola ternura ya rompía su juramento…

Por encima de todo, quería salvarla. ¿Quién, si no él? Ella podía confiar: no la lastimaría, no se alejaría, no la traicionaría.

Y cada sesión estaba llena de dolor… pero solo en la realidad. En los recuerdos, sosteniendo su mano, no había dolor. No había nada malo, hasta que de repente pensó en aquella maldita pelota y lo reconoció.

Reín sabía que ese día llegaría, y estaba preparado, aunque no podía soltarla, porque lo que le sucedió a su voz era culpa ajena. Y debía encontrar al culpable.

La última pista, evidente y dolorosa… Tobias.

Pero ahora Reín estaba sentado junto a Celestina en la terraza, sintiéndola tan cerca como si no existiera ningún límite entre ellos. Un leve roce de dedos, y una ola de sus pensamientos lo envolvió: demasiado ruidosos, demasiado sinceros. Ella quería huir. Lejos, donde el mar respira lento y uniforme, donde hay calma, silencio y… él.

Sentir que todavía lo deseaba… Reín no podía creerlo…

Alzó la mano hacia su rostro, como comprobando. Las yemas de sus dedos flotaban sobre su piel delicada, tan cerca que casi podía sentir el calor. Y temía tocarla, no por inseguridad, sino para no hacerle daño. Él ya se había acostumbrado al dolor, pero ella… Para ella… por ella, soportaría cualquier cosa.

Reín se inclinó más cerca, sus labios se detuvieron a un milímetro de los suyos. Sintió su aliento caliente: dulce, entrecortado, quemando la piel como fuego. No era un beso: era espera.

Un estremecimiento lo recorrió por su aroma. Nunca había olido a perfumes, solo a champú con notas cítricas, ropa limpia, frescura de la calle que siempre caía sobre ella de manera diferente… a veces lluvia, a veces flores del jardín. Ese aroma lo mareaba, despertando algo apasionado y loco que contenía con todas sus fuerzas.

No la besó. En su lugar, deslizó sus labios sobre su mejilla, apenas tocando la piel: no un contacto, sino un suspiro rozando el pómulo, como seda. Ella entrecerró los ojos y permitió… no se alejó, no giró la cabeza. Su cabeza se inclinó levemente, invitando un poco hacia el cuello, y Reín sintió cómo su calor lo atravesaba.

Dolor y placer a la vez, pasión hirviendo bajo la piel sin liberarse. Su cuerpo ardía, su corazón golpeaba, y ella permanecía inmóvil, respirando más profundo, con las mejillas encendidas. Se inclinó aún más: podía sentir el temblor de sus pestañas rozando su mejilla.

La deseaba, como nunca en su vida. Pero más aún, quería dejarle un espacio seguro donde ella misma decidiera si permitirle entrar por completo.

Se disponía a contenerse. Un instante antes estaba seguro de que resistiría y se detendría… incluso sin contacto. Pero Celestina levantó la mirada, como llamándolo, y Reín no pudo más. Sus labios tocaron los suyos: primero con cuidado, temiendo romper algo frágil, pero en ese instante todo se tensó de dolor. El beso se profundizó abruptamente, caliente, casi ansioso. Su respiración se mezcló con la de ella, y bajo las costillas explotó un dolor que no contenía, y un dulce desconsuelo.

La abrazó más cerca, sin dejar que se alejara. No se apartó. Al contrario: sus dedos se hundieron en su hombro, y ese pequeño gesto fue la única prueba de que todo sucedía de verdad.




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