Valentín, como si hubiera perdido el último resto de cordura, se lanzó sobre Reín. Su puño se precipitó hacia adelante, pero Reín esquivó, retrocediendo rápidamente hacia un lado. Valentín no se detuvo: volvió a embestir, esta vez agarrando a Reín del hombro, intentando derribarlo al suelo. Reín se giró bruscamente, sus manos bloquearon el golpe, pero no respondió con agresión, solo esquivaba, su mirada permanecía vigilante, llena de control.
El pánico se apoderó de Celestina: el corazón le martilleaba, la respiración se le cortaba. Dio un paso adelante, queriendo detener a Valentín, agarrarle el brazo, pero Reín la empujó con firmeza hacia atrás.
Celestina dio un paso atrás, sus manos temblaban al darse cuenta de que si Valentín la tocaba, podría usar nuevamente su poder contra ella.
La pelea continuó: Valentín, ciego de rabia, intentó golpear otra vez, pero Reín lo esquivó. Lo atrapó por la muñeca, le retorció el brazo para inmovilizarlo sin hacerle daño.
–¡Basta! –gritó Reín–. ¡Estás asustando a Cleo!
Celestina se volvió y vio a Cleo a unos metros, los ojos muy abiertos, llenos de terror. El pánico que le atenazaba el pecho era nada comparado con lo que reflejaban los ojos de la niña. Cleo, tan lista y sensible, ya lo sabía todo: había visto los recuerdos que Reín le había mostrado con el contacto. Sabía que su padre le había robado la voz a Celestina para dársela a ella. Y aquel horror, aquella traición en la mirada de Cleo le desgarraba el corazón.
Era cruel… y una niña no merecía ver a su padre así.
Cleo, llorando, se lanzó hacia Celestina; sus pequeños brazos la rodearon, abrazándola con fuerza.
–¿Entonces tú no sanarás? –susurró Cleo, su voz débil temblando por las lágrimas–. ¿Entonces… solo yo sané?
Celestina se arrodilló, abrazándola; sus propias lágrimas corrían por las mejillas. Cleo era tan lista… tantas veces había preguntado por la voz de Estelle, por qué no cantaba. Y ahora lo sabía todo; su corazoncito no podía soportarlo.
–Es injusto –Cleo se secó los ojos con la manga, su mirada, llena de dolor, se encontró con los ojos de Celestina–. Tú debes cantar. Todo esto… –se tocó la garganta con las manos–. Todo esto es tuyo.
Olvidándose de Reín, Valentín corrió hacia su hija. Cayó de rodillas frente a Cleo; sus manos temblaban mientras intentaba calmarla.
–Cleo, cariño, tenía que ser así –susurró, la voz rota por la desesperación–. Todo está bien.
Cleo negó con la cabeza, sus ojos llenos de dolor e incomprensión lo miraban.
–Pero… esto no es mío. Es de ella –señaló a Celestina.
Valentín se quedó petrificado; su rostro palideció, como si toda su seguridad se hubiera disuelto con aquellas palabras. Estaba destrozado.
–Cleo, yo… –empezó, pero la voz se le quebró.
Pero Cleo no escuchaba. Se soltó y echó a correr; sus piecitos resonaban sobre la tierra mientras desaparecía en la oscuridad de los árboles. Celestina, sin pensarlo, salió detrás de ella. La figura de Cleo se perdía entre la espesura del parque, donde las ramas se mecían con el viento y las sombras lo devoraban todo. Tenía que alcanzarla. Corrió, sintiendo cómo las ramas le arañaban los brazos, cómo el aire frío le quemaba los pulmones.
Se giró por un instante: detrás, Valentín intentó seguir, pero Reín lo interceptó, agarrándolo firmemente del hombro. Esperaba que no se mataran allí.
Corrió y, por fin, junto a un viejo roble cuyas ramas formaban un cortinaje denso, Cleo se detuvo. Se apoyó en el tronco; su cuerpecito se sacudía con los sollozos. Celestina llegó jadeando, cayó de rodillas y la abrazó con cuidado. Sus manos rodearon a la niña, sintiendo cómo temblaba.
Cleo levantó los ojos llenos de lágrimas y, de pronto, empezó:
–¿Sabes qué le pasó a mi mamá?
Celestina negó con la cabeza –no.
–Escuchaba sus peleas… A veces decía que ya no quería a papá… que se sentía como una extraña en casa, como si la hubieran traído a la fuerza. Y cuanto más peleaban, más débil se ponía. Antes de morir me dijo que tuviera cuidado con él… y que yo era lo más valioso que tenía. Pero que amar a mi padre a la fuerza la estaba matando…
Celestina no entendía… ¿Acaso Valentín obligó a su propia mujer a amarlo? ¿Acaso eso… la mató?
Cleo, perspicaz para su edad, de repente tomó la mano de Celestina:
–Y cuando antes de morir tomé su mano, me dijo que yo también… como él. Pero quitar es más difícil que dar… ¿probamos? –apretó la mano de Celestina–. No quiero que lo que se da a la fuerza me haga lo que le pasó a mi mamá… Todo debe ser verdadero. ¿Verdad?
Celestina asintió –completamente desconcertada. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
A lo lejos se oyó ruido: Reín y Valentín se acercaban, sus voces atravesaban la oscuridad, llamando. Celestina apretó a Cleo.
Pero el contacto de Cleo le nublaba la mente. Y en cuanto la niña soltó su mano, bajó la cabeza con tristeza.
–¡Cleo! –gritó Valentín corriendo hacia ella y la levantó en brazos–. Vamos –y se dirigió hacia el coche con su hija.
Celestina vio cómo Cleo lo abrazaba –no lo culpaba, porque… al fin y al cabo… él era el único que tenía. Todo requería tiempo. Cleo ya había comprendido mucho.