Cuando éramos buenos mozos y más lozanos soñábamos demasiado, incluso a magnitudes mayores que a la hora de dormir. Las imágenes de un futuro cercano o un pasado irremediable nos nutrían con expectaciones de eventos que podían haber ocurrido, o como otras, serían. Y buscábamos en nuestro interior entendernos, conocernos, fusionarnos, al punto que quizás alcanzaríamos a amarnos. Al final, avivando esperanzas de que, por una vez y por ventura, nos consideraríamos faustosos en nuestra insubstancialidad.
Fue entonces que ella se asomó esporádica, fugaz e ilusa; inmadura, impaciente e ingenua; intrépida, resbaladiza y temeraria. Un carácter difícil, bonito, tal cual ella se veía para mí, para cualquiera con la capacidad básica de admirar la belleza en su composición tremendamente primaria, como un carbón, como una piedra sin ser tallada aún. Nadie creería que alguien tan insípido, carente de sentimientos y mal parecido fuese un suertudo, pero ellos no eran lo bastante certeros para predecir que yo no sería amado. Me había sacado el premio gordo. Ella entretenía mi fe, mi función cerebral, mi independencia y, a pesar de lo destrozado que quedé, no cabían arrepentimientos en mí, porque empezaría desde cero lo nuestro cuantas veces lo requiriera el destino, el universo o una deidad.
«Respiro y no puedes quitarme eso, porque de todo lo mío que te llevaste, es lo único que dejaste».