Altas Esperanzas

Capítulo I

Las mañanas de otoño no eran las preferidas de muchos. Quizá por la brisa cuando rozaba las mejillas sonrosadas por la bienvenida de un lánguido día, quizá porque aunque las hojas secas se aferraban a las ramas igual eran abatidas… o quizá había otras razones. No obstante, ¿por qué reflexionaba sobre ello mientras tomaba examen? Tal vez Adler no se daba cuenta, pero divagaba un setenta por ciento de su horario laboral.

―En cinco minutos concluimos, revisen que estén sus datos en el orden correspondiente, sino anulo su prueba ―dictaminó levantando la vista para fijarla en la pared del fondo, aguardando que la puerta se abriese y entrase alguien, quien fuese.

¿Por qué se sentía tan embrollado? ¿Sería porque en dos días cumpliría treinta? La sociedad los denominaba los renovados quince, la sociedad le replicaba que era momento de establecer un hogar, la sociedad le exigía ser más amable, mas la sociedad solo le redundaba idioteces que sus ancestros le inculcaron.

¿Y quién era Adler? En resumen, un hombre corriente; su inteligencia y atractivo no sobrepasaban la media. Si lo veían caminar por las calles, se perdía en el gentío y sería dificultoso identificarlo pese al estilo errante de vestir, pese al metro ochenta de estatura, pese a la aguda delgadez, pese a las aureolas celestes, pese al andar despistado. Él no se disfrazaba tras esa barba descuidada, él no se escondía detrás de esas gafas, él no sonreía. Entonces, ¿quién era detrás de esa pantalla? Un individuo amargado hasta la médula espinal.

Según quienes lo conocían, o conocieron por eventualidad, no solía comentar sobre su pasado, sobre sus gustos, sobre sus miedos, sobre sus pasiones, siquiera sobre su familia o mascotas. ¿Acaso coexistían personas imposibles de tratar? Él respondía a esa interrogación con unas excusas tan vanas: «Me gusta el silencio», «estoy cansado», «no comprendo a qué se refiere», o un simple «no me interesa». Sin embargo, cuando llegaba a su departamento y se reflejaba en el espejo se cuestionaba a sí mismo: «¿Por qué no puedo entender a la gente?» No era la forma desproporcional en algunos casos, no eran esos ojos de distintos tamaños y colores, no eran ellos, era algo enfermo y ulterior en él, algo que carecía de apego, de empatía, de anhelos, eran cientos de aspectos para enumerar y lo describía como cuando no se esperaba actitudes positivas o negativas de los demás, como cuando no había expectativas y supersticiones… como cuando no persistía la fe.

―Profesor, profesor, ¡profesor! ―Sacudieron unos libros la mesa, desvelándolo del ensimismamiento. Aturdido por unos segundos hasta que reapareció su lucidez, alzó la mirada a esa silueta rechoncha que masticaba un chicle análogo a la manera en que las vacas mascaban el pasto−. Esta también es mi aula y dentro de diez inicia mi clase.

―Bien ―asintió, cogió las hojas que reposaban apiladas sobre el escritorio y se retiró sin despedirse. La Sra. Isabel tampoco se sorprendió de aquella renuencia y, siguiendo la costumbre, colgó su bolso en el respaldo de la silla.

«En definitiva, no es un memorable viernes», ella moduló.

En los pasillos, Adler se encontró con otros colegas que intentaron platicar con él, y con la cortesía que le caracterizaba declinó ene propuestas. ―Debo corregir estos exámenes ―justificó. Y pues, él no era cualquier pedagogo allí, era guía de los estudiantes que culminaban sus estudios y debían hacer tesis para graduarse, así que sí tenía trabajo inconcluso como para darse ciertas libertades. La Universidad privada de Ottis le había asignado ese cargo luego de postular en el programa de investigación y ser contratado con un «módico» salario; un aciago triunfador.

―Dejaron esto para usted. ―La secretaria, que no era muy carismática, le tendió un sobre manila y él lo analizó enarcando una ceja en señal de explicaciones―. Al parecer lo metieron por el umbral, no tiene remitente, y no, no lo he leído ―esclareció desatendida, a lo cual Adler cambió la expresión execrable por una incógnita.

«¿Será ella de nuevo?».




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