Altas Esperanzas

Capítulo II

¿Por qué enmarcaba ese visaje ofuscado? Más evidente no podría ser, era la cuarta carta que recibía, lo que significaba el cuarto indicio de su admiradora secreto. Azorado por la inquietud o el escueto hecho de que en su irrelevancia lo notaran, descubrió el contenido como si fuese el mapa de un continente inédito para la cartografía.

«Sr. Hoffman, ya no tengo tiempo por perder, ya no tengo ganas de ocultarme. Aspiro a que sus áureos ojos me exploren en mi llaneza. ¿Podría ir al Bar Irlandés hoy a las 10 p. m.?». 

Adler lo releyó cuantas veces su lapso libre le consintió mientras el cerebro le maquinaba con ideas, dudas, temores. Por un intervalo discurrió que era una broma, aunque innegablemente, inclusive para su raciocinio, su núcleo se aceleró de la emoción cuando apreció que era otra nota de ese emisor anónimo.

¿Era necesario que fuera a su casa por una ducha y una mudada adecuada para la cita? Sí lo era, mas no quería mostrarse desesperado por atención. Así que, frente al vano y con los dientes tiritando de frío, se dotó de coraje para encaminarse hacia la «señorita», porque asumió que era «una», que no proveyó pistas de cómo él la reconocería entre esa multitud y cenizas.

―¿Le gustaría leer el menú, señor? ―Una mesera de mediana edad se avecinó forzando la sonrisa. Era guapa; cabellos rizados y piel oscura como las noches en las que él escribía poesía para su primer amor.

―Una cerveza negra ―contestó subvalorando la presencia.

Eran las diez menos diez, probablemente se sabía ridículo contando los trazos del minutero, o más ridículo de haberse prestado a ese juego. «Qué lerdo», se juzgó poniéndose de pie para marcharse antes de la humillación, pero, al erguirse, golpeó su espalda contra un pecho blando y seguramente tórrido.

―¿Deliberaba plantarme? ―Escuchó y temió voltear para estrellarse contra lo inevitable.

―De hecho, sí ―dijo en tono que raspaba por la aspereza. Todavía mantenía esa posición cuando unos dedos enlazaron los suyos con total confianza; su reacción natural sería repelerlo, mas el tacto humano lo conmovía, quizá porque hacía bastante no lo compartía. Si tuviese que detallar la manera en que aquel contacto le agredía el espíritu, no concurrirían designaciones suficientes, ni siquiera hallaría las correctas para reformularlo en su dimensión entera. ¿Y qué demonios ardía en él? Su amargura le restregaba el desdén con que miraba esas acciones, por ende, escindió el agarre con una hosca rotación para interceptarla―. Usted, me ha obligado a destrozar mi cronograma. Usted, no vale la pena ―sentenció con las pupilas carbonizando cada palabra expulsada de sabor agrio hasta para él.

―Y así estamos aquí, porque ambos no importamos, ¿cierto? ―Ladeó la cabeza y una luz amarilla rebasó por esos iris cerúleos que eran bañados a su alrededor por pecas castañas. Sublime sería un término decente para adjetivarla―. Solo le confesaré mis sentimientos, y después, después podrá fugarse con ellos. Lo prometo.

Adler mordió su lengua viperina, pues, no engendraba argumentos ante aquella figura que se sostenía decidida y, a la vez, frágil con su cutis aporcenalado. Era como apreciar una rosa sin espinas, un cielo sin nubes; impoluto, raso y armonioso.

―Un café ―gritó a la misma mujer que sirvió al tipo que reposaba ecuánime delante de ella. La morena, que al parecer tampoco acreditaba un buen día, elevó su pulgar en confirmación―. Soy Laia, un placer ―se presentó estirando un saludo formal.

―Entiendo…, Laia, ¿qué pretendes? ¿Hay alguien detrás de esto aparte de ti? ―interrogó azuzando los brazos y aproximando su fisonomía a la que impasible lo abarcaba con las pestañas. Cualquiera avistaría el cariño en esos orbes, esa dilatación visual no podría ser falsa, no, claro que ella era real.

―No pretendo burlarme como imagina… Yo, yo quiero que sepa que estoy enamorada de usted, y no me pregunte cómo lo sé, no me diga que estoy alimentando una ilusión que no sucederá, porque lo sé también ―pausó trasladando un mechón rojizo de su cabellera desordenada y opaca detrás de su oreja decorada por unos cuatro aretes al menos―. En veintidós años, ser honesta conmigo, con los demás, jamás fue un problema. Y, como mencioné en cada una de las hojas que hice llegar a su oficina, no tengo tiempo para errores, no tengo por qué engañarle.

―¿Por qué yo? Deberías enrollarte con niñatos de tu… «clasificación mental». Soy viejo para ti, soy viejo para este mundo. Y no me malinterpretes, pequeña, en mi vida, como en la tuya, no hay espacio para «errores» y para eso que dilucidas como «enamoramiento». Te agradezco las buenas intenciones, que intento fiarme, tienes. ―Adler posó unos billetes por su pedido y el de Laia―. Regresa a casa, es muy tarde.

―No, no te vayas ―se atrevió a tutearlo y con ambas manos aprisionó el antebrazo de él―. No he terminado.

―¿Qué falta? ―rezongó hastiado―. No te conozco y es como debe ser.

―Adler, tú me conoces, solo que no te acuerdas y no me aflige eso por ahora ―alegó inalterable―. Dame una oportunidad.

―Te estás rebajando ―doblegó.

―No te arrepentirás.




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