Altas Esperanzas

Capítulo III

Adler colgó las llaves donde siempre y avanzó perturbado a tumbarse sobre el sillón. Había, técnicamente, abandonado a Laia en aquella cafetería sin permitirle continuar su revelación más íntima: un amor despreciable y marginal. O así lo calificó él mientras ella sujetaba la taza antes de arrojarle el líquido hirviendo sobre el jersey gris. «Escuincla chiflada», tildó tras sobrevivir bochornosa situación. Gracias al observador universal no hubo demasiado público expectante, sino el desenlace sería diferente.

―Bartolino ―llamó al gato del vecino que a menudo visitaba su apartamento―. ¿Tú también estás harto de las gatas? Porque me parece que vienes por las noches y partes por las mañanas. Doble vida, eh ―bufó sintiéndose estúpido por charlarle a un felino que lo ignoraba y ronroneaba afilando las garras en los cojines de cuerina―. Iré a dormir ―informó acariciando el lomo anaranjado de su huésped.

Bartolino, que era el nombre asignado por Adler ya que no estaba al corriente del verdadero, no tenía ganas de echarse a la complacencia del Morfeo de los animales, puesto que empezó a mordisquear, a manera de recreo, el meñique de su actual esclavo humanoide. Y, prestado a uno de los pocos regodeos que gozaba este ser vil con talante de hípster, franquearon los minutos hasta que el sonido del timbre los alertó.

―No he secuestrado a su minino por… ―detuvo la aclaración al registrar quién era. Ese rostro rojo por haber plañido desconsolado era una imagen deprimente que haría reflexionar a cualquiera sobre cómo una muchachita bella e inmaculada estaría sufriendo por un apático e indolente. Pero, si exclusivamente se colegía conforme con el momento, ella estaba desequilibrada por aparecerse así, de repente, igual a una psicótica acosadora―. ¿Qué…?

―Te seguí, por… porque… ¡Porque eres un mezquino, ruin y… y…! ―Laia no lazaba los conceptos propicios, su mente se hallaba a un tris de erosionar por tanta histeria reprimida.

―Y canalla, infame, rastrero ―completó―. Esos son algunos adjetivos para herirme, ¿no? ―añadió por ella―. ¿Por qué te empeñas, eh? No es un hobby encantador el estar humillándote al finalizar las oraciones por ti.

―No lo hagas, porque…, me lastimas y yo…

―¿Tú qué? ―Enserió el ceño. Ella lo comenzaba a exasperar y eso que recién la conocía.

―He viajado desde muy lejos... El día que salvaste mi vida juré que volvería para salvar la tuya, y…

―¿Y segura que no te escapaste de un manicomio? ―satirizó rotando los globos oculares―. Conjeturo que estás desvariando, ¡yo no te he salvado nunca! ―clamó ocasionando que ella respingase del susto y rebuscara temblorosa en el bolso que cruzaba su torso. Él acalló su turbación y esperó sosegado, o un intento de ello.

―¿Recuerdas esto? ―Su puño liberó un trozo de servilleta. Adler extendió su mueca de molestia a una consternada y avergonzada. ¿Era ella? No, no, no, no, no podía ser ella. La había arrinconado en lo remoto. En más de una década, catorce años, no volvió a pensarla y ahora se presentaba así, trayéndole una angustia y melancolía indescriptible, arrasadora como un torbellino―. Estoy consciente que no soy correspondida.

Él no redimió nada de sus labios, atrapó aquel papel y avaló la caligrafía horrenda, era la suya cuando aún no tasaba la ortografía decorosa y el uso de los signos de puntuación. «Es tonto creer en cosas estables a largo plazo, pero creo en ti, y en que si dejas eso, te invitaré yo la merienda. Juramento de noble caballero». Eso le escribió a la ladronzuela del hospital donde se ocupaban del cáncer de mama de su abuela, donde la niña huérfana que vendía golosinas le había robado el sándwich de pollo que preparó para el almuerzo. Y, tal cual un caleidoscopio, matices y manchas difusas adquirieron nitidez en sus memorias más aisladas. Él leyendo Mujercitas a quien lo crió, Briget Hemingway; y Asther, la curiosa y dañina que se había enamorado del príncipe de dieciséis, del estirado que, en lugar de delatarla por hurtar su comida, le remitió un mensaje con otro emparedado de mantequilla de maní al día siguiente; él jugando ajedrez contra las dos damas recostadas sobre la camilla; él regalándole su primer manuscrito a Asther, un cuento. ¿No sobraban siquiera los retazos del que fue una vez? Aquel tolerante, afable y flemático adolescente. Si fuese un requerimiento para recuperarlo, ella cosería cada parte de él, ella lo uniría.

―¿Asther? ―pronunció contrito y se armó de un valor que le ascendió desde la embocadura del estómago para estirar esos brazos rígidos y liarla en una especie de apretón. Laia, que no había relevado su enojo, se entregó al instante y sonrió satisfecha. Adler se auscultó a sí mismo y la recordó con un inerte pedazo de historia que ella conmemoraba jubilosa, orgullosa de haber aceptado que él le enseñara la amistad desinteresada y que no era necesario que tomara lo ajeno sin consentimiento. No obstante, si se incluía el amor en un esquema de «tomar lo ajeno sin consentimiento», era distinto, ella le dio acceso a su corazón, aunque él no estuviese enterado de tal entrada. Esto, porque el caos personal de cada extraño era caprichoso y se afianzaba de probabilidades derivadas de leyes matemáticas basadas en filosofías y mitologías; mas él era un escéptico.

―Tardaste, por suerte sigo siendo terca ―respondió colisionando sus iris con los adyacentes. Su palma tocó la tela aún húmeda por la bebida no consumida y se abofeteó internamente―. ¿Te quemé?

―Estaba tan distraído que… no lo sé.

Un silencio raro nació, pero para el resto de la velada, un poco de ungüento en ese pecho enrojecido sería gélido sin el aliento y toque aterciopelado de Laia. Ella lo despojó del suéter y aplicó la crema con docilidad, y frente a aquel acto sutil, Adler caía dormido junto a Bartolino que se acurrucó en la falda de la de angelical fachada.




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