—Esa cara me dice que hoy tampoco hubo suerte— Dijo Kathleen Richman mirando a su hijo llegar y quitarse el impermeable para dejarlo sobre un gancho al lado de la puerta.
Duncan la miró como disculpándose.
Debajo del impermeable, llevaba un traje con corbata. Era la enésima entrevista de trabajo a la que iba, y la enésima en la que le decían: “Ya lo llamaremos”.
—Creo que causé una buena impresión al jefe de área. Incluso llegamos a bromear de las constantes lluvias esta semana.
—Ajá –Dijo Kathleen con tranquilidad, intentando no llevarle la contraria para no desanimarlo más de lo que él ya estaba, aunque intentaba disimularlo— Ven aquí, siéntate, ya te caliento tu sopa.
—Gracias, mamá. –Duncan se quitó el saco de sarga y la corbata antes de sentarse ante una pequeña mesa de madera con mantel plástico que la salvaguardaba de regueros no tan inesperados— Este año la economía tampoco ha mejorado mucho, ya sabes, el año pasado fue desastroso para la industria automotriz y Detroit se vio gravemente afectada. Muchos están perdiendo su empleo, yo estoy cometiendo la osadía de buscar uno.
Kathleen encendió la pequeña estufa a gas y ubicó sobre la hornilla una olla con sopa. Desde la cocina miró la ancha espalda de su hijo, que se masajeaba el cuello y los hombros con una mano. Su cabeza morena estaba inclinada hacia un lado para distender los músculos del cuello.
Duncan llevaba meses buscando un empleo estable y bien pago. Aunque ahora se desempeñaba como mecánico, y no ganaba demasiado mal, él había estudiado. Había asistido a la universidad con las manos y las uñas manchadas de grasa de motores para mejorar sus condiciones de vida. Ese muchacho que se sentaba a la mesa, cansado y quizá desanimado ya, le había prometido a su abuelo antes de que éste muriera que se superaría, y había cumplido con uno de los pasos, pero la vida estaba seriamente empeñada en impedirle el otro.
Kathleen sirvió en un plato hondo la sopa pensando en cuánta culpa tenía ella de que aquello hubiese sido así. Tal vez si ella hubiese logrado retener a su marido, no le hubiese tocado a su hijo mayor hacerse cargo de la mayoría de los gastos de la casa, ya que de una parte se encargaba ella con su sueldo de enfermera.
—¿Dónde está Nick? –Preguntó Duncan mirando a su madre servirle el plato—. Gracias.
—De nada. Ya sabes, ha de estar por ahí con sus amigos. No sé por qué esperas encontrarlo a esta hora en casa, si nunca está.
—Le he dicho…
—Y yo también le he dicho, pero ¿qué podemos hacer? Es un adolescente, y la mayor parte del tiempo está solo.
Duncan bajó la mirada hacia su plato de sopa, tragando sin haber probado aún una cucharada.
—Mamá, no me voy a rendir; encontraré un buen empleo y tú podrás al fin…
—Lo sé, hijo, y lo conseguirás. Nunca he visto que no consigas algo que te has propuesto. Sólo hay que tener paciencia.
Él asintió mientras tomaba la cuchara para empezar a comer.
El pequeño apartamento, de sólo dos habitaciones, se había llenado con el olor de la comida, y atraídos, asomaron un par de cabecitas idénticas. Dos niños de al menos cinco años miraron a Duncan comer como si ellos nunca en su vida hubiesen visto una sopa.
—Mira quienes están aquí.
Duncan les sonrió, y eso para ellos fue señal suficiente. Salieron corriendo y se sentaron a la mesa a verlo comer y robarle si acaso, una cucharada de sopa de vez en cuando.
—Dejen comer a su hermano, está cansado y necesita alimentarse.
—Déjalos, mamá. No los he visto en todo el día—. Duncan empezó una conversación con sus hermanos gemelos acerca de crayolas y maestras desalmadas. Kathleen los vio hablar con la emoción de siempre bullendo en su pecho al verlos a la mesa conversando. La vida le había dado sólo varones, cuatro; Duncan nació cuando ella era demasiado joven, y junto con Timothy, que luego se convirtió en su esposo, se vinieron a Detroit a buscar fortuna. Pero la fortuna no había venido, en cambio, vino Nicholas. Tim se había sentido frustrado cuando, aún después de tanto tiempo y esfuerzo, seguían siendo la misma familia pobre que había llegado hacía una década. Duncan se daba cuenta de la situación y se esforzaba por ser un buen chico, y cuando ya se vio que las cosas no mejorarían, y Kathleen, aún a su edad, quedó de nuevo embarazada, y esta vez de gemelos, Tim abandonó el barco. Un día, simplemente, no regresó.
Para Tim, había bastado una nota diciendo “Adiós” para echar por la borda más de veinte años de vida juntos, cuatro hijos, y una mujer que lo había amado. El abuelo Duncan, padre de Tim, avergonzado de la actitud de su hijo, se había hecho cargo por un tiempo de la economía de la familia con su pensión, pero esta no era mucha, por lo que Kathleen tuvo que volver al trabajo tan pronto acabó su licencia de maternidad, Duncan nieto tuvo que alternar los estudios con un trabajo a medio tiempo como mecánico en un taller del barrio, y Nicholas se dedicó a dar problemas.
Si la vida había sido injusta con alguien, ese era Duncan Richman nieto, pensó Kathleen. Aunque Timothy no era un hombre malhumorado, siempre estaba preocupado por superarse, ganar dinero, sin conseguirlo, y así, había abandonado a alguien que lo idolatraba: su hijo mayor. Éste se había esforzado por tener las mejores notas en la escuela, ganarse becas para minimizar los gastos, podaba el césped en los suburbios, sacaba a pasear los perros y los gatos de las ancianas en los edificios, hacía recados, llevaba, traía, y en más de una ocasión, donó sus ahorros para completar el pago de las facturas de la casa, los pañales de Nicholas, los proyectos de Tim.