Ámame tú

2

—Cuántos currículums. Ayer apenas si pude hacer un par de entrevistas –dijo Allegra, mirando las más de diez carpetas con la información de muchos hombres solteros apiladas sobre el escritorio de madera.

Edna no la miró fijamente. Aquellas carpetas las había hurtado en complicidad con una secretaria del departamento de personal de la Automotriz Chrystal. Pero aquello era probablemente un delito federal y moriría en el infierno si Allegra se daba cuenta. 

—Sí, quizá tengas más suerte esta vez.

Había sido su nana desde que había nacido; En aquella época Edna tenía 14 años, pero los Whitehurst acudían a ella cuando la niña hacía sus berrinches tan graves que ni la señora ni el señor podían controlarla. Cuando los Whitehurst murieron en aquél terrible accidente de avión, ella ya estaba trabajando de interna en la mansión, y se convirtió en la aya de Allegra, que apenas tenía doce años, y que nunca más volvió a hacer un berrinche.

Ahora miraba a “su niña” estudiar uno a uno los expedientes con información de hombres solteros. Había puesto un clasificado bastante sucinto donde solicitaba a joven soltero, de buen parecer para relación corta. Contrario a lo que se podría haber esperado, muy pocos hombres habían respondido a la solicitud, y Edna dudaba que Allegra tuviera la presencia de ánimo para volver a poner el clasificado en el diario, así que le dio un empujoncito al destino robando las carpetas desechadas por la Chrystal.

Junto con Pamela, la secretaria, habían elegido cuidadosamente a los que afirmaban ser solteros, menores de cuarenta y que, según la foto, eran guapos.

—Me tomé el trabajo de llamarlos, ya están elegidos según los criterios de búsqueda. Ninguno es casado, la mayoría tiene algún estudio decente, son jóvenes y de aquí, de Detroit.

—¿Los citaste?

—Sí, estarán llegando a partir de las nueve de la mañana.

—Edna, son las 8:30. ¡Podías habérmelo dicho antes!

—Te lo estoy diciendo.

—¿Cómo me veo?

—Aceptable.

—Edna…

—Odio esa peluca roja. Tú no eres pelirroja, eres rubia.

—Para mi mal.

—Tonta. Además de rubia, tonta. 

—He aparecido un par de veces en las noticias de sociedad; a pesar de que evito a los periodistas, eso ha sido inevitable. No quiero que alguien sepa que soy Allegra Whitehurst, la famosa heredera incapaz de conseguir un novio por el medio habitual. Sería un escándalo, y la junta directiva de la Chystal me acabaría. No, gracias.

—Eres la socia mayoritaria, no pueden acabar contigo o acabarían con la gallina de los huevos de oro.

—Aun así, prefiero evitar problemas –Se detuvo cuando escuchó el timbre—. Ese debe ser uno de los aspirantes.

—Ya me meto en mi rol de secretaria. 

—Recuerda la llamada del Señor Thormockton a los cinco minutos.

—No te preocupes, no estarás demasiado tiempo a solas con esos. Si quieres hago subir a Boinet—. Allegra asintió inmediatamente. Boinet era el chofer y guardaespaldas de Allegra. Un cincuentón que negaba a toda costa el haber trabajado para la Interpol, calvo y malencarado, pero que adoraba a Allegra.

Dio unos pasos y miró en derredor la oficina improvisada. Apenas habían puesto un escritorio y unas cuantas sillas. Un cuadro aquí y allí, una maceta y cortinas para el ventanal. Si fuera ella, sospecharía de tanta clandestinidad, pero estaba entrevistando a desesperados, que seguramente no se fijarían demasiado en la falta de detalles y su peluca roja.

Se había cumplido el plazo y no había conseguido a nadie que pudiera ser presentado ante Thomas como su novio, así que había recurrido al juego sucio. ¿Por qué tendría ella que jugar limpio ante alguien como él? Primero muerta que perder. 

El día anterior había entrevistado a un par de hombres, pero uno la miraba con demasiada lascivia y otro tenía los dientes amarillos de fumar. De ninguna manera Thomas se creería que ese era su novio. Podría haber contratado a un modelo y zanjar el asunto, pero ese modelo la usaría para ganar fama, y tendría que salir más seguido en los diarios y noticieros, además, ante todo, necesitaba confidencialidad.

Alguien tocaba a la puerta. Se giró y vio a un hombre alto y de cabello castaño oscuro con los nudillos aún sobre la puerta de madera.

—Buenos días. Siga –dijo ella cordial.

—Gracias.

El hombre traía en su mano una carpeta, debía ser su CV, así que extendió la mano y él se la pasó.

—Duncan Richman. Cuéntame –buscó en su mente las preguntas que tenía en su lista mientras se sentaba en su silla de respaldo alto y él hacía lo mismo. Lo miró a los ojos, pero el hombre simplemente esperaba a que ella hablara. Eso la desconcertó. Siempre todos estaban ansiosos por decir algo brillante ante ella y quedar como Aristóteles, o mínimo, como Murphy— Te parecerá un poco extraña mi solicitud, pero verás, es un asunto urgente, y necesito, ante todo, confidencialidad.

—Bueno, me sorprendió un poco la urgencia de la cita, pero acerca de la confidencialidad, todo contrato tiene esa cláusula. No es nada del otro mundo.




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