Unas puertas dobles se abrieron y antes de entrar, Edna lo hizo inclinarse para que ella pudiera susurrarle algo al oído:
—Quédese quieto aquí, mi jefa vendrá a usted. Haga todo lo que ella le diga, y si no sabe usar los tenedores, por favor, sólo mire a los demás, no es tan difícil.
Extrañado ante esas recomendaciones, la miró ceñudo otra vez, pero Edna desapareció tras las puertas dobles. Se hizo consciente entonces de la música de cámara, de la cháchara de los presentes y que todos, exactamente todos, iban vestidos con ropas que en alguna ocasión debieron lucir modelos en alguna pasarela de Milán.
El salón estaba ricamente panelado de arriba abajo, y en el techo una araña de cristal iluminaba con majestuosidad. Su luz caía sobre lentejuelas, perlas y diamantes aquí y allí. Y sobre el pelo rubio platino de una despampanante mujer que se encaminaba hacia él.
Había que verla. Su escote no era muy profundo, y la palidez de su piel contrastaba de manera perfecta con el tono azul petróleo del vestido. Una gargantilla de diamantes adornaba su delgado cuello.
—¿Duncan? Gracias por venir.
—Disculpe… ¿La conozco?
Ella sonrió coqueta metiendo su mano en el hueco de su brazo.
—Qué bromista eres, querido.
Estaba en el limbo. En el lim-bo.
Ella se acercó a su oído.
—Por favor disimula. Ellos creen que eres mi novio.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque yo se los dije, claro. ¿Te hicieron sentir mal Giaccomo o Edna?
Duncan la miró a los ojos entonces, el mismo tono azul violeta de la pelirroja de esa mañana en la entrevista, y fue atando cabos. Aquí tenía el maquillaje mucho más sobrio, pero era la misma, más hermosa, más en su lugar.
—No… me trataron muy bien –mintió.
—Gracias al cielo. ¿Sería mucho pedir que por favor pongas tu mano en mi espalda?
Aturdido, él la miró e hizo caso. Ella llevaba la espalda desnuda, pues el vestido la dejaba todo al descubierto.
—No entiendo nada.
—Bueno, no hay mucho que entender –contestó ella mientras detenía a un mesero, y lo miraba para que él tomara las dos copas que quedaban y le ofreciera una a ella. Como si fuera telepatía, el entendió e hizo así. —Tenías mucha razón. Eres observador y aprendes rápido.
—Aun así, me gustaría que me explicara…
—Vaya, vaya, vaya —escuchó decir a sus espaldas. Duncan sintió a “su jefa” tensarse como la cuerda de una guitarra eléctrica –Pero mira nada más: Allegra Whitehurst. Qué preciosa estás, querida mía.
¿Allegra qué? ¿Quién era esa, acaso? Ella era la señorita Warbrook… ¿no?
—Hola… Thomas –hubo un cambio en ella que le llamó la atención. Ahora no parecía la hermosa joven dueña de sí misma y del mundo en su traje carísimo y sus diamantes. En su mirada había mucha inseguridad.
Por instinto, él posó de nuevo la mano en su espalda.
—Ah… tres meses, ¿no? ¿A quién tenemos aquí?
Duncan miró entonces más atentamente al espécimen frente a él. Algunos treinta años, rubio, ojos grises fríos como una tarde de invierno, musculoso de estar horas en el gimnasio, y demasiado bien vestido.
—Duncan Richman, —se presentó— a sus órdenes.
—No creo que sigas a mis órdenes cuando sepas quién soy. Mi nombre es Thomas Matheson, y soy el ex novio de la que tienes al lado. ¿Cierto, cariño?
—Sí, lo es, pero Duncan ya sabía eso, ¿cierto?
—Sí…. Ya me lo había… comentado –improvisó él, siguiendo la recomendación de Edna.
—Y dime, ¿cuáles son tus negocios… Richman?
—Los autos.
—¡Los autos! ¿Ford, acaso? ¡No! ¡Fiat!
—De todo un poco.
—Qué extraño. ¿En qué departamento trabajas?
—Bueno…
—Prohíbo que hablen de negocios ahora. Thomas, estás interrumpiendo mi velada con Duncan.
—¿Qué quieres decir con esto, que no es sólo producto de la apuesta que hicimos hace tres meses?
—Claro que no. Yo amo a Duncan.
—Sí, claro. ¿Y cómo es que hasta ahora sé de él?
—¿Acaso has estado pendiente de mí alguna vez?
—Siempre, cariño.
—¿Apuesta? —preguntó Duncan un poco tardíamente, y mirando a uno y a otro alternadamente. No le gustó la sonrisa del tal Thomas.
—Eres mi reemplazo, supuestamente, más guapo, más rico y mejor en la cama que yo. Todas tres opciones están en duda ahora mismo.
—La primera ya debió haberte quedado clara, ¿no?
Thomas soltó la carcajada. En el momento una mujer de cabellos rojizos y escote prominente se acercó a él y lo abrazó posesiva.
—Cariño, me dejaste sola.
—No te preocupes, sólo quería venir a ver con mis propios ojos esta farsa—. Miró a Allegra con las cejas alzadas—. Me has sorprendido, pero la apuesta no era sólo tenerlo sino “mantenerlo”, ¿recuerdas? Nos vemos luego, querida.