Raquel
Tomo mi cartera asegurándome de que me falte nada, suelo ser olvidadiza y no quiero tener que regresarme por las llaves de la tienda. Tocó la puerta del baño donde mi prometido toma una ducha.
—Pastelito, debo ir a la pastelería. Nos vemos. —Me despido de mi prometido.
—Nos vemos en la tarde. Hoy tendré una reunión algo tarde, así que no podré pasar por ti de regreso a casa. —dice antes de despedirse de mí.
—Está bien, no hay problema.
Salgo de nuestra casa rumbo a mi tienda pastelera. Fue mi sueño hecho realidad después de trabajar duro por más de cinco años. Tengo veintinueve años, soy técnicamente joven, pero ya me urgía la independencia económica y personal y eso solo lo pude conseguir siendo mi propia jefa. La vida dentro de una cocina tiende a ser demasiado estresante más cuando no toleras bien a los idiotas, yo no fui capaz de aguantar mucho y menos cuando el machismo hablaba por ellos.
Me fui de mi último trabajo tan pronto como pude, y con la ayuda de mi mejor amiga monté mi propia tienda. No fue ayuda económica, en ocasiones se necesita apoyo moral y un empujón para hacer las cosas y Athena me brindó eso. Xenia y ella aparecieron de la nada en mi vida y no dudé en ofrecerle ayuda como pude. Nos convertimos en una familia y las extraño. Regresaron a su hogar y yo me mudé con mi prometido. No había razón para estar sola.
—Buen día, señor Carlos. Gracias por cuidarme el lugar. —saludo al hombre mayor que a menudo cuida de mi tienda, a cambio, le doy desayunos.
—No hay de que, niña. —Me ayuda a subir la reja y acomodar las sillas mientras yo enciendo las máquinas.
Empiezo, como cada mañana, debo preparar las masas para los croissants, las tartaletas, y los pasteles de chocolate, vainilla y frutas tropicales. Vario el menú durante la semana, de esa manera los clientes pueden disfrutar de diferentes cosas cada día. Lo único que raramente falta son los croissants y el café y chocolate caliente para los desayunos.
Son mi especialidad y me he hecho famosa gracias a ellos. Este local lo compré por su ubicación estratégica, está localizado cerca de un distrito de negocios y los empresarios ocupados suelen ser los mejores consumidores. De hecho, así conocí a Martín, cuya oficina queda cerca.
—Mire su desayuno, señor Carlos. —Le sirvo los croissants y la bebida caliente, también le hice un huevo revuelto. Es un hombre mayor y debe cuidarse bien.
—Gracias, siempre tan amable.
—No hay de qué.
Conocí al señor Carlos cuando recién abrí la tienda, es un hombre mayor y sin familia que vive en uno de los edificios cercanos. Solía trabajar como vigilante y aunque ya está jubilado, no le gusta estar solo en casa. Así que suele pasearse por la cuadra a cuidar los alrededores. A cambio, las personas le damos comida o le invitamos a pasar el rato. Suele pasar más tiempo en mi tienda que en los demás locales, supongo que le caigo bien.
—Nos vemos, debo seguir cuidado y alejando el peligro de las calles. —Me dice el hombre.
—Cuídese, amable caballero. —bromeo y me sacude la mano sin darle importancia.
—Bien, manos a la obra. —hablo conmigo misma para darme ánimos.
Trabajo sola porque me siento cómoda haciéndolo y el movimiento de la pastelería me lo permite. Las horas más movidas son el mañana y en la tarde, el resto de las horas me las paso preparando cosas, probando y ajustando recetas.
Paso la mañana entre preparaciones y pedidos de los clientes. La mayoría son habituales, pero hay otros nuevos y a esos suelo regalarles porciones de tiramisú para que regresen. Me gusta endulzar el corazón de aquellos que se toman un minuto para degustar lo que hago.
La tarde es un poco menos movida de lo normal y por ello decido cerrar un momento para ir a dejarle algo a Martín. Él ama la torta de frutas que preparo, así que empaco una porción para él junto con un té.
—¿A dónde vas, niña? — me pregunta el señor Carlos dejando de lado el periódico que estaba leyendo fuera de la tienda.
—Iré a dejarle esto a mi prometido, ya regreso. —Le comento.
—Ve con cuidado. Yo cuidaré del fuerte. —retoma su lectura y yo camino hasta el edificio en el que trabaja Martín.
El italiano es el mejor partido que he tenido hasta ahora y por esa razón acepté casarme con él cuando me lo propuso. Es un hombre exitoso de treinta y tres años, es el gerente de una multinacional de exportaciones, mientras yo soy una sencilla chef que tiene su propia tienda. Él pudo elegir a una mujer de su clase, pero me eligió a mí y me siento afortunada por ello.
—¿Puedo ver al señor Lorenzo? —Le pregunto a la chica de la recepción.
—El señor no está, acaba de salir. —informa y me extraña.
Se supone que saldría tarde, así que saco el celular para llamarle, pero no contesta. No teniendo razón para estar en el edificio, salgo con la intención de regresar a mi trabajo. Camino y cuando doblo la esquina veo a mi prometido discutiendo con una mujer que parece de su edad. No quiero invadir su privacidad, pero me acerco con la intención de saber lo que pasa.