Raquel
Paso la noche en vela después de lo que me dijo Martín, no tuve tiempo de procesar nada porque ya era hora de que nos fuéramos a la cama. Estuve viéndolo dormir como si nada pasara, se giraba de un lado a otro e incluso roncó, todo esto mientras yo me mortificaba. Mateo tiene una madre dispuesta a todo por su bien, pero que toma malas decisiones. Y un padre que deja mucho que desear, su hijo enfrentará una perdida y él solo quiere viajar.
—Ugh, me veo horrible. —gruño al reflejo que me provee el espejo.
Hago lo que puedo para tratar de arreglar mi aspecto, fue una mala idea venir a casa de Martín porque no tengo nada a la mano que me ayude a esconder las ojeras del tamaño de todo África que me cargo hoy.
—Apúrate, Raquel. Ya debemos irnos. —escucho que me llama detrás de la puerta.
—Voy. —Me recojo el pelo en una cola de caballo porque está hecho un desastre y ni loca lo llevaría suelto.
Salgo del baño y la habitación para dirigirme a la cocina donde ya me espera mi esposo y su hijo. Es incluso raro usar esa palabra en la misma oración.
—Buenos días. —saludo a los dos hombres que justo ahora se encuentran tomando café y leche.
—Buen día, amor —saluda el mentiroso—. Saluda. —Le ordena a su hijo cuando este ni se mosquea para hablar.
—Buen día, señora. —aprieto los labios para evitar decir algo grosero.
«Soy una adulta», me recuerdo a mí misma.
—Vamos. Es tarde y no puedo llegar tarde a la empresa. —Martín nos apura y no alcanzo ni a tomarme mi té.
Salimos del apartamento en silencio, supongo que cada uno está en su propio mundo tratando de analizar la información y todo lo que ha pasado en las últimas horas. Hace menos de veinticuatro horas que estoy casada y es como si una bomba atómica me hubiera caído encima. Una del tamaño de un niño de diez años que ama los libros, ignorarme y cuya madre no estará con él más tiempo. Esto último hace que mis ojos se humedezcan un poco, nadie debería pasar por eso.
—Los pasaré a dejar a la pastelería y luego iré a mi trabajo. Los recojo en la tarde e iremos a tu casa. —Mi esposo es rápido para hacer planes, unos en los que no me tiene en cuenta.
—¿Vendrá conmigo? —pregunto refiriéndome a Mateo.
—Sí, no puedo llevarlo conmigo. No podría cuidarlo todo el tiempo. —responde obvio.
—Y yo tengo hornos y demás máquinas que pueden ser peligrosas para un niño. —ahora soy yo la que usa ese mismo tono.
—Él es grande y sabrá mantenerse quieto. Ayúdame con esto. —Me pone ojitos y yo me rindo.
—De acuerdo. —¿qué más puedo hacer?
Mi mirada choca con la de Mateo en el asiento trasero del auto y cuando se da cuenta la retira de inmediato, esto será difícil.
—Hasta la noche. —y arranca antes de que incluso podamos despedirnos.
—Vamos, Mateo. —animo al niño a caminar hasta el local donde el señor Carlos espera.
—Veo que vienes acompañada. Buenos días, jovencito. —Le tiende la mano a Mateo y supongo que no es tan grosero porque se la regresa.
—Buenos días, señor. —saluda él.
—Es hora de abrir, tengo mucho por hacer. —estoy agotada, pero tengo una responsabilidad y un contrato que cumplir.
El adulto mayor me ayuda a abrir como cada mañana y sin perder tiempo me adentro en la cocina para alistar su desayuno y el del niño. Los panqueques son los más fáciles de preparar y en menos de treinta minutos salgo con los dos platos. Veo que ambos están sentados en una de las mesas hablando, el pequeño tiene un libro en sus manos.
—Panqueques, huevos, tocino y sirope para ustedes. —Les doy una sonrisa amable y me retiro de regreso a la cocina.
Por suerte hoy está cerrado al público, decidí hacerlo así hasta que consiga a alguien que me ayude en el mostrador.