Raquel
¿Quién diría que cuidar de un niño de diez años sería tan difícil?, pues yo no podría ni siquiera preverlo. Mateo es tan molesto, y no lo digo porque toque todas mis cosas o haga desorden, no. Es molestamente silencioso, debo cerciorarme cada cierto tiempo que esté bien, que respire y que coma.
Con Xenia todo fue diferente, ella solía revolotear a mi alrededor y eso me encantaba, compartíamos la misma alegría y emoción.
No obstante; logro entender el motivo por el cual Mateo es tan taciturno, no me tiene confianza y eso es lo primero en lo que trabajaré. He ideado un plan infalible, o al menos eso espero.
Intento número uno:
—¿Cuál es tu libro favorito? —Le pregunto mientras desayunamos.
—El mundo de Sofía. —Me confiesa.
—Oh, interesante. ¿Y qué mundo explora Sofía? —cuestiono.
—El mundo de la filosofía, es una joven de quince años que debe responderse a sí misma una interrogante sobre su propia existencia; explícitamente, la pregunta del ¿quién eres tú? —Vaya, eso parece profundo.
—¿Entonces es un libro sobre desarrollo personal? —Es mi inteligente acotación.
—No, es un libro sobre la historia de la filosofía. —Me mira como si fuera la persona más tonta del mundo.
Genial, el intento número uno ha fallado.
Intento número dos:
—¿Qué hacemos aquí? —pregunta Mateo viendo a su alrededor.
—Venimos a llevar algunas para el apartamento. —tomo una canasta pequeña.
—¿Por qué? —parece realmente confundido.
—Porque se ven bonitas, y sanan el alma. —señalo las plantas a mi alrededor—. O al menos eso dice mi ahijada.
—De acuerdo. —Lo veo caminar hasta una Azucena.
—Esas son las favoritas de Xenia. Vamos, toca una. —Lo animo.
El niño me hace caso y toma una de las plantas en sus manos, la toca y huele y cuando por fin creo que he hecho un avance, me doy cuenta de algo.
—¿Estás bien? —pregunto al ver que su cara comienza a ponerse roja.
—N-no pue-edo respir-ar. —balbucea.
Hago lo que cualquier persona en mi situación haría, entro en pánico.
—¡Ayuda, alguien por favor llame a emergencias!, ¡se me muere el niño! —gritos histéricos abandonan mi cuerpo.
Fracaso en el intento de recordar qué hacer en estos casos, así que me hago a un lado cuando uno de los clientes asegura ser médico. Veo como el hombre le pone una inyección y poco a poco la respiración de Mateo se va recuperando.
Pero mi tortura no termina allí, continúa cuando me subo a la ambulancia y me piden datos de él. ¿Cómo se supone que yo los sepa?
—Eh, eh. —Me quedo callada y los paramédicos me miran como si fuera una tonta.
No están tan equivocados, si lo soy.
—¿Qué parentesco tiene con el menor? —cuestiona uno de ellos, me está viendo con sospecha.
—Soy muy madrastra. —Nunca pensé que diría esa palabra.
—¿Tiene como probarlo?
—Sí, su padre me dejó un permiso firmado. —Le muestro.
—De acuerdo. —espeta.
Me sigue mirando inseguro y no lo juzgo, debo verme como una loca con el cabello revuelto culpa de la desesperación.
Finalmente, después de hacerle unas pruebas para determinar a qué más es alérgico y no encontrar nada, nos dejan ir con el compromiso de seguir las indicaciones del médico.