La oscuridad lo envolvía todo aquella noche, una oscuridad que no solo era externa, sino que también se reflejaba en mi interior. Sentado en la penumbra de mi habitación, me enfrentaba a un dolor inmenso, una herida abierta que no cesaba de sangrar. Las lágrimas brotaban sin control, un torrente de angustia y desesperación que parecía no tener fin. Recordaba cada palabra pronunciada, cada gesto de despedida, como si se grabaran a fuego en mi mente. El peso de la realidad se posaba sobre mis hombros, aplastándome con su implacable certeza. Había perdido una parte de mí mismo, una ilusión que creí eterna.
El silencio de la noche era ensordecedor, solo interrumpido por el eco de mis sollozos y el latido sordo de mi corazón roto. Traté de encontrar consuelo en el abrazo de la almohada, pero era como aferrarse a un sueño efímero, una ilusión que se desvanecía entre mis dedos. En medio de la oscuridad, me sentía perdido, naufragando en un mar de emociones turbulentas. ¿Cómo seguir adelante cuando el dolor parecía abrumador? ¿Cómo encontrar la fuerza para levantarme cuando cada fibra de mi ser gritaba de agonía?
Aquella noche, la primera noche después del adiós, se extendía ante mí como un abismo sin fondo. Pero en la profundidad de la oscuridad, también vislumbraba una chispa de esperanza, un destello de luz que prometía un nuevo amanecer.