Amantes de Cristal

CRISTALES QUE TIEMBLAN

La música estallaba como un trueno dentro del salón principal del Palacio Beaumont. Las luces de cristal vibraban con cada paso apresurado de los sirvientes y los murmullos aristocráticos flotaban como cuchillas invisibles. Era la noche del aniversario familiar, y, como todos los años, Anthony debía cumplir su papel a la perfección.

Él avanzaba por el salón con la suavidad de un susurro. Rubio, impecable, con los hombros tensos bajo un traje que no había elegido. Su sonrisa, pulida para complacer.
Su mirada, baja para no ofender. Su alma encadenada.

—Anthony, acompaña al embajador —ordenó su madre sin mirarlo siquiera.

Él inclinó la cabeza.

—Sí, madre.

Obedecer. Siempre obedecer. Incluso si el pecho le ardía. Incluso si sentía que cada orden era un hilo más apretado alrededor de su cuello.

La aristocracia no perdonaba. Y él había sido moldeado para pertenecerle. A kilómetros de ahí, en un loft industrial convertido en estudio fotográfico, Evan Leclerc se movía como un relámpago. Su piel oscura brillaba bajo las luces. Sus ojos verdes atravesaban la cámara con intensidad feroz. Los fotógrafos hablaban entre ellos, agitados.

—¡Quiero más fuerza, Evan! —gritó el director.

Evan sonrió con descaro.

—¿Fuerza? —dio un paso adelante, tomó la cámara del asistente y la inclinó hacia él— Miren y aprendan.

En un movimiento desafiante, posó con una expresión que incendió la pantalla.

El director silbó.

—Eres un demonio, Leclerc.

—No —corrigió Evan con voz ronca—. Soy libre.

Ese era su mundo: velocidad, sudor, arte, caos. Él no obedecía reglas. Las rompía. Y si un trabajo no le gustaba, lo dejaba. Si un contrato lo ataba, lo quemaba. Era viento indomable en una ciudad de vidrio. El destino, caprichoso, estaba a punto de unir dos mundos que jamás debieron tocarse. Una llamada urgente interrumpió el estudio.

—Evan —dijo el asistente—, cancelaron la campaña de mañana pero te consiguieron otra mucho mejor. En un castillo antiguo, una sesión privada. Pagan una fortuna.

Evan arqueó una ceja.

—¿Castillo? Qué teatral. ¿Quién es el cliente?

El asistente tragó saliva.

—La familia Beaumont.

Evan rió.

—Aristócratas. Justo lo que necesitaba para divertirme.

Mientras tanto, en el Palacio Beaumont, Anthony escapó un instante hacia el balcón exterior. Necesitaba aire. Solo un segundo sin que nadie le exigiera algo. El viento helado golpeó su rostro. Por un momento, sintió libertad. Un sueño imposible. Hasta que escuchó la voz de su padre a sus espaldas:

—Mañana tendrás un evento privado con un modelo contratado. Necesitamos las fotografías para la Fundación Beaumont —dijo sin emoción— No llegarás tarde.

Anthony bajó la cabeza.

—Sí, padre.

La puerta del balcón se cerró. El aire libre desapareció de inmediato, como si nunca hubiese existido. La mañana llegó con un cielo gris metálico. El castillo ya estaba preparado para la sesión fotográfica. Sirvientes, luces, cámaras, tensión en el aire. Y Anthony sentado, perfectamente recto, esperando al desconocido modelo.

Hasta que la puerta se abrió. Evan entró como una tormenta. Su presencia llenó la sala de una energía imposible de ignorar. Piel morena bajo la luz dorada, ojos verdes que absorbían cada detalle, cabello oscuro sobre los hombros, pasos firmes… y un aura peligrosa que Anthony jamás había visto antes. Anthony se quedó sin aliento. Evan lo examinó de arriba abajo. El aristócrata rubio, perfecto, frágil, sentado como si tuviera miedo de romper algo o de romperse a sí mismo.

—Así que tú eres el príncipe de cristal —murmuró Evan con una sonrisa ladeada.

Anthony se tensó.

—Yo… no soy…

Pero no pudo terminar la frase. Evan ya estaba frente a él. Tan cerca. Demasiado cerca. Una corriente eléctrica los atravesó.

—Levanta la cabeza —dijo Evan, con voz suave pero firme.

Anthony tragó saliva.

—No… puedo. No debo…

—Hazlo —insistió Evan— Solo mírame.

Sus miradas se encontraron por primera vez. Y el mundo se detuvo. El aire se volvió espeso. Los latidos de Anthony se dispararon. Evan sintió un estremecimiento inesperado. Era como si el cristal que protegía a Anthony empezara a quebrarse y Evan fuese la primera grieta.

—Interesante —susurró Evan— No eres lo que esperaba.

Anthony apartó la mirada, temblando.

—Por favor no me mire así.

—¿Así cómo? Evan inclinó el rostro, peligrosamente cerca.

—Como si fueras real por primera vez.

Anthony respiró hondo, estremecido. Nadie, jamás, lo había mirado así. Entonces la puerta se abrió violentamente.

—¡Anthony! —gritó su madre— ¿Qué haces tan cerca del modelo? ¡Compórtate como corresponde!

Anthony se puso de pie de inmediato, temblando. Evan lo vio retroceder como un animal herido. Y algo oscuro, feroz, se encendió dentro de él.

—¿Siempre te apagas cuando alguien te da una orden? —preguntó Evan, con voz baja y peligrosa.

Anthony cerró los ojos.

—Siempre.

Evan sonrió con una mezcla de rabia y fascinación.

—Entonces prepárate, Anthony. Porque yo no vine aquí para obedecer tus reglas. Vine para romperlas.

El corazón de Anthony dio un vuelco. El director grita:

—¡Empieza la sesión! ¡Ambos juntos, ahora!

Evan toma a Anthony del brazo. Anthony se estremece. Sus miradas chocan nuevamente. El destino murmura entre los cristales. Y en ese instante, sin que ninguno lo sepa, sus vidas acaban de romperse… para poder comenzar.

¿Qué hará Evan cuando descubra hasta dónde llegan las cadenas de Anthony? ¿Y qué hará Anthony cuando se dé cuenta de que, por primera vez, alguien está dispuesto a liberarlo, aunque eso destruya todo su mundo?




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