Amantes de Cristal

SOMBRAS DE LIBERTAD

El escándalo estalló esa misma noche como una bomba de relojería. Antes de que Evan y yo cruzáramos la puerta del castillo, antes de que siquiera respiráramos la noche fría, las cámaras de los reporteros ya estaban en la entrada. La aristocracia no sabe guardar silencios. Los secretos vuelan más rápido que la luz.

El heredero Beaumont humilla a su prometida en público.
Anthony Beaumont se niega a contraer matrimonio y declara preferencia por hombres.
La caída del príncipe de cristal.

Titulares, rumores, videos filtrados.
Toda la ciudad ardió en cuestión de horas.

Mis padres despertaron al día siguiente con llamadas urgentes. Inversionistas retirando acuerdos. Familias influyentes exigiendo explicaciones. Políticos indignados. El prestigio, que siempre los había sostenido, comenzaba a desmoronarse como oro falso desgastado.

Mi padre destruyó su oficina a golpes.
Mi madre lloró en silencio durante horas, incapaz de comprender que el hijo perfecto había muerto. Pero lo peor para ellos no era la humillación pública. Ni las burlas. Ni las amenazas de alianza rota. Lo peor era que yo ya no obedecería. Y lo sabían.

La joven Claudia no soportó la vergüenza.
Los reporteros acamparon frente a su mansión. Las redes sociales estallaron en burlas crueles, memes despiadados, acusaciones, versiones inventadas. Ella, que había sido criada para ser perfecta, se derrumbó.

Sus padres la obligaron a dar una entrevista para defender su honor. Pero cuando las cámaras se encendieron, Claudia permaneció en silencio. Hasta que una cámara enfocó sus ojos vacíos. Y allí nació algo oscuro. Un veneno. Un resentimiento profundo que se clavó en su alma como una espina.

—Anthony Beaumont… —susurró después, en su habitación— Si no vas a ser mío tampoco serás de nadie.

La rosa más preciada de la aristocracia estaba marchitándose. Y de esa muerte brotaba una villana peligrosa. Claudia había perdido el amor, el honor y el futuro que le habían prometido. Ahora solo quería una cosa.

Venganza.

Mientras la ciudad ardía en chismes, Evan me tomó de la mano sin mirar atrás y corrimos a través de los jardines traseros. Habían reforzado la entrada principal, pero los aristócratas nunca cuidan los caminos de la servidumbre.

—Por aquí —susurró Evan, tirando de mí hacia un pasadizo estrecho entre arbustos y fuentes— Conozco a alguien que nos llevará lejos.

—¿Quién? —pregunté, jadeando.

—Un viejo amigo que detesta a los ricos tanto como yo.

Llegamos a un pequeño auto oculto bajo un árbol. Un hombre mayor, de barba gris y ojos atentos, nos observó desde el volante.

—¿Este es el muchacho? —preguntó.

—Sí —respondió Evan.

—Entonces suban. Antes de que los perros de la prensa los rastreen.

El auto arrancó y dejamos atrás las luces del castillo, las sombras de mis padres, los gritos sofocados de los guardias. Cuando las murallas se hicieron pequeñas en el retrovisor, sentí algo extraño. Un dolor suave. Una punzada de miedo. Y luego libertad. El viaje fue largo.

Atravesamos carreteras silenciosas, campos oscuros, ciudades durmiendo. Parecía que el mundo entero ignoraba que el heredero Beaumont estaba huyendo como un ladrón de su propio destino. Evan me tomó la mano en la oscuridad.

—¿Estás bien?

—No lo sé —respondí honestamente.

—¿Te arrepientes?

—No. No de estar contigo.

—Entonces estás bien —susurró, apoyando su frente en mi hombro.

Llegamos al amanecer. Entre montañas bajas y valles verdes apareció un pequeño pueblo, tan antiguo que parecía detenido en el tiempo. Casas de piedra. Caminos de tierra. Una plaza con un reloj que no marcaba la hora. Flores silvestres colgando de cada ventana.

Nadie nos miró dos veces. Nadie sabía nuestros nombres. Nadie llevaba trajes de diseñador ni collares de perlas.nNadie reconocía el apellido Beaumont..Era perfecto.

—Aquí no llega ningún escándalo —dijo Eva— Aquí, nadie sabe quién eres. Aquí eres libre.

Me quedé quieto en la plaza, sintiendo el aire fresco, la falta de presión en mis hombros y por primera vez, pude respirar sin miedo.

—¿Puedo… realmente empezar de cero aquí? —pregunté.

Evan sonrió, con ese fuego suave en los ojos.

—Puedes empezar como quieras, Anthony.
Y si quieres puedo ser parte de ese comienzo.

Mi corazón dio un vuelco tan fuerte que tuve que apoyarme en una pared.

—Evan… tú…
—No digas nada ahora —interrumpió— Hoy solo existimos tú y yo, sin cadenas.

Nos quedamos en silencio. Y ese silencio fue el más hermoso de mi vida.

Esa noche, mientras dormíamos en una pequeña posada del pueblo, alguien muy lejos en la ciudad encendió una vela frente a un mapa.

Claudia Marchand.

Trazó con un lápiz el perímetro del territorio Beaumont. Luego marcó varios puntos en rojo. Finalmente, rodeó un punto diminuto, casi imperceptible:

El pueblo al que habíamos escapado.

—No importa dónde se escondan —susurró con una sonrisa fría— Yo los encontraré.
A los dos.

El viento apagó la vela. El odio quedó encendido.




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