Amantes de Cristal

CUANDO EL AMOR FLORECE

Evan guardó el papel en su bolsillo sin que Anthony lo viera. No quería arruinarle la risa, ni la alegría con la que canturreaba mientras secaba los platos (mal, por cierto, dejándolos mojados en un ángulo absurdo).

No quería apagar esa luz. No todavía. Porque la felicidad que tenían era demasiado valiosa para contaminarla con sospechas. A la mañana siguiente, Anthony despertó cubierto por algo suave y mullido.

Se incorporó, confundido. Había un gato gris acostado sobre su pecho. Enorme. Muy gordo. Durmiendo como si fuera la cama de un rey.

—Evan —susurró Anthony, temblando— Hay hay un felino gigante encima de mí. ¿Lo ves…?

Evan apareció desde la cocina con una taza de café.

—Sí. Lo adopté mientras dormías.

Anthony abrió los ojos como si acabara de ver una tragedia griega.

—¿QUÉ?
—Lo encontré cerca del lago, solito.
—¿Evan…?
—Y pensé: Anthony necesita compañía.
—YA TENGO COMPAÑÍA. TÚ.

Evan dejó la taza y se cruzó de brazos.

—¿Y si yo muero de un resbalón trágico cortando leña? ¿Quién te consuela?

—¿¡QUÉ!? —Anthony quedó paralizado— ¡Nadie piensa esas cosas al adoptar un gato!

El gato ronroneó y se acomodó más encima de él. Anthony suspiró resignado.

—Bien. Está bien. Es adorable. Pero se llama así porque—
¿Ah… tú también lo presientes? —preguntó Evan con tono dramático.

Anthony parpadeó.

—¿Qué cosa?
—Que este gato no es de este mundo. Que tal vez es un demonio disfrazado.
— Evan.
—Míralo. Tiene ojos de sé todos tus secretos y te juzgo por ellos.

El gato lo observó con cara de indiferencia absoluta Anthony se rindió.

—Está bien. Lo acepto. Pero lo baño yo.
—Que Dios te ayude —dijo Evan grave.

Con el tiempo, el pueblo entero los adoptó también. La anciana de las mermeladas les regalaba frascos solo por verlos agarrados de la mano. El panadero los saludaba desde lejos agitando una baguette como si fuera una bandera. Los niños corrían a pedirle a Anthony que intentara cocinar para ellos, porque sus desastres eran divertidos.

Incluso el hombre que vendía leña les hacía descuento

Porque ustedes dos parecen recién casados.

Anthony se ponía rojo cada vez que alguien hacía un comentario así.

—No estamos casados —corregía.
—Pero parecen —respondía la gente.

Evan siempre sonreía.

—Por ahora.

Anthony lo miraba aterrado. Evan reía.

Una tarde, una tormenta suave comenzó a caer sobre la colina. Evan salió bajo la lluvia como si fuera un niño.

—¡Ven, Anthony! ¡Está tibia!

—No quiero resfriarme —protestó Anthony desde el marco de la puerta, envuelto en una manta.

Evan levantó los brazos.

—Cielo, ven. No pasa nada.

Anthony cruzó los brazos.

—Estoy bien desde aquí.

Evan lo miró con una picardía tan obvia que lo alarmó.

—Evan… no te acerques…
—Anthony…
—Evan, no me—
—Cielo, ven conmigo.

Evan lo tomó del brazo y lo arrastró bajo la lluvia. Anthony gritó.

—¡ESTÁ HELADA!
—¡NO LO ESTÁ!
—¡MI ALMA ESTÁ TEMBLANDO!
—Tu alma vive temblando —se burló Evan— Ven, baila conmigo.

Evan lo tomó de la cintura con una suavidad que lo derritió. La lluvia los rodeó como un velo brillante. Anthony, empapado, riendo entre dientes, se dejó llevar.

—Eres un salvaje —dijo.
—Y tú eres mi aristócrata mojado favorito —respondió Evan.

Anthony apoyó la frente en la de él.

—Evan te amo.

Evan lo abrazó tan fuerte que casi lo levantó del suelo.

—Yo también, Cielo..Más de lo que sabes.

Se besaron bajo la lluvia. Un beso profundo, tibio, largo, que hizo desaparecer el mundo durante un instante eterno. Esa noche, cenaron sopa caliente (hecha por Evan, por precaución), el gato dormía hecho un círculo sobre la alfombra, y ambos se acurrucaron frente a la chimenea Evan apoyó la cabeza en el regazo de Anthony.

Anthony le acariciaba el cabello.

—Nunca pensé que podría sentir esto —dijo Anthony en voz baja.

—¿Felicidad?
—No, libertad.

Evan levantó la vista.

—¿Y miedo?
—Un poco. Porque te amo tanto que a veces duele.
—A mí también, Cielo —susurró Evan— Pero el miedo no nos va a robar esto. No aquí.

Anthony sonrió.

—Prométeme que nunca me vas a dejar.
—Prométeme tú primero.
—Prometido.

Evan se incorporó, lo tomó del rostro y lo besó suavemente.

—Entonces yo también lo prometo.

En ese momento, una brisa fría entró por la ventana entreabierta..Anthony se levantó para cerrarla y vio algo en el alféizar. Un pequeño objeto. Ligero. Blanco. Un pétalo.

Un pétalo de rosa blanca. La flor favorita de Claudia Marchand. Anthony sintió que el color abandonaba su rostro.

—E-Evan…

Él se puso de pie inmediatamente, alerta.

—¿Qué pasa?

Anthony levantó la mano temblorosa mostrando el pétalo. Evan lo tomó. Lo miró.
Y su expresión se volvió grave.

—Anthony. Ella ya está cerca.




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