Teo.
La expresión de su rostro al ver que su vaso estaba vacío superó cualquier rastro de enfado o irritación que había estado conteniendo desde que hablamos en aquella mesa.
Aquella chica era de lo más impredecible. Me sorprendió la facilidad con la que perdía los estribos y también me gustó saber el efecto que podía tener en ella con unas simples palabras.
Sus intelectuales mejillas salpicadas de pequeñas pecas se sonrojaron al darse cuenta de que había hecho el ridículo. Su mirada pasó del vaso vacío a mí y luego miró a ambos lados, como si quisiera comprobar que nadie se había dado cuenta de lo estúpida que había sido.
Dejando a un lado lo cómico de la situación -que lo era, y mucho- no podía permitir que se comportara así conmigo. ¿Y si el vaso hubiera estado lleno? No iba a dejar que a una mocosa de diecisiete años se le ocurriera siquiera tirarme un vaso de agua en la cara intelectual... Esa estúpida chica discapacitada iba a descubrir que su hermano mayor, que parecía tener la misma sangre que mi padre, había tenido la suerte de acabar viviendo juntos. Sólo ella iba a entender en qué clase de lío se iba a meter si intentaba jugar conmigo otra vez.
Me inclinó sobre la mesa con mi mejor sonrisa. Sus ojos se abrieron y me miró con cautela y regocijo al ver algún miedo escondido entre esas largas pestañas.
-Cuñada, no vuelvas a hacer eso- le advertí con calma.
Me miró unos instantes y luego, como si nada hubiera pasado, se volvió hacia su madre.
La velada continuó sin más incidentes; Amaris no me dirigió ni una palabra más, ni siquiera me miró, lo que me molestó y me alegró al mismo tiempo. Mientras ella respondía las preguntas de mi padre y le hablaba muy vacilante y sin entusiasmo a su madre, aproveché para observarla.
Era una chica muy vanidosa, sensible y sencilla, una cantante que cuando estaba con sus amigas podía enamorarse de un triángulo, aunque intuí que me iba a causar más de un inconveniente. Me pareció muy gracioso y me molestaron las caras que había ido poniendo mientras probaba los mariscos que estaban servidos en la mesa. Apenas probó más que un bocado de lo que nos habían traído y eso me hizo pensar en lo delgada que se veía la hermana perdida, apretujada en ese vestido blanco. Me quedé atónita cuando la vi salir de su habitación y mi mente respiró hondo de sus piernas largas, su cintura estrecha y sus pechos. Estaba bastante bien teniendo en cuenta que no se había operado como la mayoría de las chicas de Argentina.
Tenía que admitir que era más hermosa de lo que aparentaba en un principio y fue ese hecho y los sentimientos subidos de tono los que hicieron que mi ánimo se ensombreciera. No podía distraerme con algo así, sobre todo si íbamos a vivir bajo el mismo techo.
Mi mirada volvió a su rostro intelectual. No llevaba ni una pizca de maquillaje. Era tan extraño... Todas las chicas que conocía se pasaban al menos una hora en sus habitaciones sólo maquillándose, incluso chicas once mil veces más bonitas que Emmanuela, y allí estaba ella, sin ningún reparo en ir a un hotel o restaurante de lujo sin una pizca de lápiz labial. Ella no sabe que era hija de Mariana y de mi padre, ni que lo necesitaba: tuvo la suerte de tener una piel hermosa, suave, casi perfecta; eso sin mencionar sus pecas, que le daban ese aspecto infantil y malcriado que me recordó que ni siquiera había terminado la secundaria; en su época de pediatra, poco se hablaba de ella más que de ella misma.
Entonces, sin darse cuenta, Amaris se giró para mirarme enojada, sorprendiéndome al mirarla fijamente.
- ¿QUIERES UNA FOTO de ella? -me preguntó con ese humor ácido tan característico de él.
-Supongo que sin ropa, claro- respondí disfrutando del ligero rubor que apareció en sus mejillas. Sus ojos brillaban de rabia y se volvió hacia nuestros padres, que ni siquiera se daban cuenta de las pequeñas disputas que se estaban produciendo a apenas medio metro de ellos.
Al acercarme el vaso de refresco a los labios, mi mirada se posó en la camarera que me observaba desde su posición detrás de la barra. Miré a mi padre un momento y luego me levanté, disculpándome para ir al baño. Amaris me miró de nuevo con interés, pero apenas me prestó atención. Tenía algo importante en sus manos.
Caminó decidida hacia la barra y me sentó en el taburete frente a Zoe, una camarera con la que se acostaba de vez en cuando y con cuyo primo tenía una relación algo más complicada pero a la vez beneficiosa.
Zoe me miró con una sonrisa tensa mientras se apoyaba en la barra, regalándome una visión bastante limitada de sus pechos, pues el uniforme que le hicieron usar no revelaba mucho.
-Veo que ya has encontrado a otra chica con la que salir- dijo, refiriéndose a Amaris.
Me hizo reír.
-Es mi cuñada-explicó mientras miraba la hora en su reloj de pulsera. Había dejado a Anna después de veinte minutos. Miré de nuevo a la chica morena que estaba frente a mí, mirándome con asombro.
—No sé por qué te preocupas por ella —añadió, poniéndose de pie—. Dile a Eliana que lo estaré esperando esta noche en el muelle, en la fiesta de Dyiana.
La mandíbula de Zoe se tensó, probablemente molesta por la falta de atención que estaba recibiendo. No entendía por qué las chicas esperaban una relación abierto de un chico como yo. ¿No les había advertido que no quería ningún tipo de compromiso? ¿No les había dejado suficientemente claro que ella se acostaba con quien yo quisiera? ¿Por qué creían que podían tener algo que me hiciera cambiar?
Había dejado de acostarme con Zoe precisamente por todas esas razones y ella todavía no me había perdonado.
—¿Vas a ir a la fiesta? —me preguntó con un destello de esperanza en sus ojos.