Teo.
Sentí que estaba a punto de explotar. Cada terminación nerviosa en mí se había despertado con una intensidad ardiente y perturbadora. Mientras caminaba hacia mis amigos, mi ira crecía por momentos.
Nicole estaba llorando y enfadada, pero ¿por qué demonios la había besado mi hermana menor? ¿Por qué demonios le había entrado en el juego? ¿Desde cuándo dejé que una chica me excitara sin ser yo quien mandaba? La respuesta tenía cuatro letras: Amaris.
Desde que la vi aquella noche, no había podido sacármela de la cabeza. No sé si era por la atracción de algo prohibido, considerando que éramos cuñados o primos, o por el enorme deseo de sentir que podía controlarla, que podía apagar ese fuego que nunca dejaba de salir de su boca, que podía hacer que se comportara como todas las demás mujeres que había tenido el placer de conocer.
Amaris era completamente distinta a las demás. Casi se cae a mis pies; no solo se le doblaban las rodillas con solo mirarla, sino que también se encogía de miedo cuando la retaba, respondiendo con aún más fiereza. Fue terriblemente frustrante... y emocionante a la vez. Perdóname, Mi amor, consuélame, abrázame, bésame.
Me repetía mentalmente que era una mocosa maleducada e insoportable; que debía ignorarla, ignorarla, pero mi cuerpo me traicionó, me traicionó y no sabía qué demonios hacer. La había besado, me había ofrecido a hacerlo no porque me interesara ayudarla a vengarse de su maldito novio o para poder echarla de mi fiesta, sino que lo había hecho por puro deseo de comerle la boca. En cuanto la vi esa noche había querido meterme entre sus piernas y hacerla mía. Era tan incómodo, incómodo y frustrante teniendo en cuenta que no la soportaba. ¿Por qué demonios tenía que ser tan condenadamente atractiva?
El short que vestía dejaba al descubierto sus largas piernas, retando a cualquier hombre con ojos a acariciarla, a besarla... su cabello me volvía loco y más cuando lo llevaba de esa forma despeinada y rizada, enmarcando su rostro enrojecido por el alcohol que seguramente Vera le había estado dando; pero lo más excitante habían sido sus labios... suaves como el terciopelo e hirientes cuando formularon sus palabras de desprecio contra mí. Me había vuelto loco cuando su boca se abrió, me volví loco por la forma en que su lengua se arremolinaba contra la mía, sin pudor, sin complejos, completamente diferente a cuando besaba a una chica. Yo tenía el control, yo tenía el control y esa vez, en cambio... Joder, la había mordido, le había mordido el labio por puro placer carnal, por el simple deseo de querer devorarla y dejar claro quién mandaba, dejar claro quién decidía si seguir o parar, dejar claro quién tenía el control.
¿Y ya está? Me había preguntado con las mejillas enrojecidas y los ojos brillando de deseo. Joder, ¿qué quería que hiciera? Si no fuera quien era, ya la hubiera llevado a la parte trasera de mi coche, si no fuera tan jodidamente insoportable, le hubiera dado la mejor noche de su vida, si no fuera... si no fuera por el hecho de que ella había puesto mi mundo patas arriba...
—pibe, ¿dónde estabas? La primera carrera está a punto de empezar— me gritó Julio desde donde habían colocado mi Porsche Cayman rojo paralelo al Audi tuneado de mi enemigo, despertándome de mi infierno personal.
Eso era lo que necesitaba. Liberar toda la tensión acumulada mientras corría a más de 160 kilómetros en un camino de arena en medio de la noche y vencía a los gilipollas de la pandilla de Abiel uno a uno. Normalmente corría último contra él, pero no ahora, no esta noche; no podía esperar a que los demás corrieran, necesitaba desahogarme; necesitaba sentir la adrenalina; La adrenalina era mejor que el deseo, mejor que saber que esa noche no iba a poder conseguir lo que realmente quería...
—Dile a Gregorio que yo corro esta carrera— dije mientras me acercaba al auto donde me esperaban mis amigos, divirtiéndose en anticipación de la carrera, bebiendo y bailando al ritmo de la música y esperando que esa noche ganáramos el dinero necesario para mis amigos y el derecho a ir a cualquier fiesta que se organizara en el condado de Los Ángeles. Ese era el trato. Había 150.000 dólares en juego y el derecho a hacer lo que quisieras. Desde que me había sumado a estas carreras hace unos cinco años, siempre habíamos ganado. Abiel me respetaba, pero yo sabía que me pagaría el doble si pudiera.
Yo era un chico de buena familia, no jugaba por dinero y él lo sabía. A diferencia de mí, él lo necesitaba, necesitaba ese dinero para comprar drogas, para apaciguar a sus pandilleros y para tener carta blanca para hacer lo que quisiera conmigo y mis pandilleros.
Esa noche había mucho en juego. Era mucho dinero, que era lo de menos, pero también era una apuesta estúpida que Julio y otros tres tipos habían hecho sin que yo supiera nada. El que ganara la última carrera se quedaba con el coche del otro bando.
No me preocupaba perder, para nada, pero sabía que en cuanto ganáramos Abiel se volvería completamente loco. Ese tipo era peligroso, yo lo sabía, mis amigos lo sabían, todo el mundo lo sabía... Una cosa era apostar dinero y el derecho a ir a las fiestas de las pandillas y otra muy distinta era ganar el único objeto de valor que parecía tener ese tipo. Abiel era sobrino de alguien de la familia, también era un hombre de al menos veintiocho años, ex convicto, traficante de drogas, drogadicto y quién sabe qué más. No era ninguna broma competir con él.
Me acerqué a mi coche, pasando una mano por encima. Dios, amaba ese coche, era perfecto, era el más rápido, la mejor compra que había hecho en mi vida. Sólo dejaba que lo condujeran las personas a las que consideraba de confianza. Mi coche. Mis reglas. Eso está claro. Conducirlo era un privilegio y los miembros de mi pandilla lo sabían.
—Gregorio se va a llevar una decepción, hombre— me dijo Julito sonriendo divertido. Julio era uno de mis mejores amigos. Lo había conocido en una de mis peores épocas y desde entonces nos habíamos vuelto inseparables. Yo le había presentado a Vera, su actual novia. Hija de magnates petroleros, se había criado en mi barrio y nos conocíamos desde niños..