Amaris

capítulo veintiocho.

Teodoro

El hotel en Río de Janeiro era considerado uno de los mejores; ya había estado dos veces y era magnífico. Gran parte del hotel estaba construido como un acuario, así que se podían ver tiburones, peces exóticos y todo tipo de animales al caminar por los pasillos hacia el comedor o el casino. Amaris estaba maravillada, y yo encantado de saber que yo tenía algo que ver. Habíamos reservado dos habitaciones, una para las chicas y otra para nosotros.

Llegamos al hotel sobre las 5 p. m., y las chicas insistieron en ir directamente a la playa. Me moría de ganas de ver a Amaris, con aspecto de listilla en bikini, así que media hora después estábamos afuera, bajo el cálido sol de media tarde. Para mí, ir a la playa solía asociarse con el surf, ya que no me gustaba tumbarme en una toalla y tostarme al sol, pero ese día no me importaba, no si iba a poder disfrutar de las excelentes vistas.

Así que me llevé una gran decepción cuando llegamos a las tumbonas de la playa y Amaris se quitó su mejor atuendo. A diferencia de Vera, Nicole, que llevaba un bikini rojo y blanco muy provocativo, ella llevaba el top corto hecho a mano con un top de bikini en forma de mariposa. Le quedaba increíble, pero yo quería ver un poco más de piel, su vientre liso y plano, la curva de su cintura...

Vera y Julio fueron directos a nadar; ella montaba a caballo mientras él amenazaba con tirarla de cabeza al agua. Me giré hacia Amaris, que estaba ocupada aplicándose protector solar.

-¿Estamos en el siglo pasado otra vez o te dejaste el bikini en casa?-pregunté riendo.

Se tensó al instante, pero un segundo después me miró con sus hermosos ojos.

-Si no te gusta, no me mires-respondió, dándome la espalda y continuando con su tarea.

Fruncí el ceño ante su respuesta. Parecía que simplemente estaba cometiendo errores con ella.

Cuando terminó de aplicarse protector solar, se tumbó y sacó un libro de su bolso. La observé divertido. Siempre leía cuando estábamos en casa; me preguntaba qué le gustaba de Thomas Hardy, pero lo dejé pasar: mis gustos literarios no tenían nada que ver con los suyos, eso estaba claro. Seguí observándola disimuladamente, preguntándome qué tenía ella que me hacía comportarme de forma tan totalmente distinta... ¿Eran sus ojos color miel, dulces pero reflejos de un carácter indomable, lo que volvía locos a todos? ¿Eran esas pecas que la hacían parecer a la vez infantil y sexy? No tenía ni idea, pero en cuanto levantó la vista de su lectura y la fijó en la mía, el escalofrío que sentí por todo el cuerpo me hizo darme cuenta de que, si no tenía cuidado, iba a acabar siendo tan increíblemente idiota como Julito con Vera, y también con mi novia.

-Métete en el agua conmigo-le pedí, extendiendo la mano y arrebatándole el libro de las manos.

Me miró con cara de pocos amigos.

-¿Para qué?- Sonreí, divertido.

-Se me ocurren un par de cosas...-se sonrojó sin control, -como nadar, buscar conchas... ¿qué creías que quería decir con mi mar?-dije, divertido a su costa.

El color de su cara pasó de un rosa precioso a un rojo intenso.

-Eres una idiota, y no voy a meterme en el agua contigo. Devuélveme mi libro-ordenó, extendiendo la mano.

Lo tomé y tiré fuerte.

-Ya leerás cuando seas vieja. Vamos.

Al principio se resistió, pero la levanté y la llevé a la orilla.

-¡Bájame!- gritó, temblando como una medusa.

Lo hice, la dejé caer al agua y me reí cuando salió jadeando como un pez dorado. Vino a por mí, y pasé los siguientes diez minutos ahogándola y partiéndome de risa.

La tarde transcurrió sin incidentes. Descubrí que si no le tocaba a Amaris, se relajaba y podía divertirse conmigo y con los demás. Nos lo habíamos pasado bien en la playa, tomando margaritas y disfrutando de las aguas cristalinas. Me quedé dormida en la tumbona durante uno de los descansos, cuando Vera y Julio cuidaban al bebé y también desaparecían para hacer quién sabe qué, y cuando abrí los ojos una hora después y volví a mirar a Amaris, vi que no estaba. Empecé a buscarla por la orilla o en el océano. No estaba por ningún lado. Entonces la oí reír. Giré a mi izquierda, donde un grupo de universitarios jugaba al vóley playa. Allí estaba Amaris, o Nicole, en traje de baño negro y shorts diminutos. Estaba jugando con ellos, y la mayoría la miraba con lujuria mientras saltaba y pateaba el balón con maestría. La mayoría eran mucho más altas que ella, al menos una cabeza más, y estaban en muy buena forma. Sentí la ira apoderarse de mí cuando uno de ellos la abrazó y la hizo girar en el aire después de que anotara un punto.

¡Maldición! Corrí hacia ellos pisando fuerte. No sabía qué tramaba, pero estaba cegado por la rabia. Entonces me vio y me dedicó una sonrisa que paralizó mis pensamientos y mi cuerpo. Estaba feliz... tan feliz.

-¡Teodoro, Nicole, vengan a jugar!-gritó mientras le entregaba el balón a uno de sus nuevos amigos y corría a unirse a mí. Tenía las mejillas rojas por el sol y el ejercicio, y los ojos brillaban de emoción.

-¿Viste el tiro que hice?-preguntó con orgullo.

Asentí, sin saber muy bien qué hacer con la ira que aún me hervía por dentro.

-No sabía que jugabas al vóleibol -dije, e incluso yo me di cuenta de lo aguda que había sonado mi voz.

Parecía ignorar ese detalle.

-Te dije que juego desde los diez años. Fui la capitana de mi equipo en Florida- me recordó.

Poco a poco, logré controlarme y le devolví la sonrisa.

-Qué bien, no sabía que fueras tan buena, pero deberíamos irnos- le dije, sobre todo porque no me gustaba cómo todos esos chicos nos miraban, como si estuvieran enamorados de ella.

-¡Vamos, Amaris!-gritó una de ellas, la que la había abrazado hacía menos de un minuto. Mi mirada era tan gélida que lo vi callar.




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