Danielle Reyes
—¡Noooooo! —exclamé con frustración. Apagué la televisión molesta, mi equipo perdió el bendito partido. Esta derrota, si tiene un sabor amargo, tampoco me vendré aquí a hacer la digna perdedora, a mentir con el típico «lo importante es divertirse». Tenía mi fe elevada a ellos, pero claro, los atlánticos anotan un gol cada calendario de Adviento. Ni modo, igual estar triste por el partido no arruinará mi resto del día. Me pongo manos a la obra antes de que llegue Izan con la buena noticia de su asenso.
Con el pecado con papas y vegetales al horno, me siento en la ventana a contemplar el cielo oscurecer con lentitud, me quedo perdida en el vaivén de las copas de los árboles frondosos, un majestuoso edificio sea de esa imponente, mientras me escurro en mis pensamientos escaneo cada detalle del lejano muy difícil. El olor del pescado impregna el aire, aspiro con placer. Me quedará deliciosa la cena, es la comida favorita de mi novio. Había pasado toda la tarde la cocina, pero vale la pena contar de ver su cara de deleite al probar mi comida. No puedo evitar acariciar mi vientre con calidez y amor. Llevaba unas cuantas semanas soñando con este momento, no quería ilusionarme como había pasado en otras ocasiones, más hoy. Por fin, me confirmaron de mi estado.
—Hoy será un buen día, muy a pesar de que no ganaron los atlánticos —me dije a mí misma. Me levanté de mi asiento, le quedaba poca cocción al pescado según mi reloj, mientras organizo los platos con una sonrisa. Una vez estuvo listo todo lo que tenía que cocinar, en bola de humo me di una ducha.
De mi bolso saco la ecografía; mi sonrisa no puede ser más grande. Dejo un beso en la fotografía borrosa de la pequeña vida que crece en mí, para luego dejarla en un cajón. Le diré a Izan que vaya a buscar algo, para que se lleve tremenda sorpresa de que seremos padres. Ya me visualizo su cara de sorpresa, pero luego será reemplazada por la felicidad. Mi corazón late con emoción antes de cualquiera de las reacciones que puede tener. Las cuales espero no estén ninguna negativa.
Minutos después, el sonido familiar de las llaves de Izan voté mis talones con una sonrisa para ir a su llegada. Mi hermoso novio entró al comedor, a pesar del evidente cansancio en su rostro, se acercó con una sonrisa de labios cerrados. Depositó un suave beso en mis labios que no podría saber más dulce; suspiré gustosa. Lo abracé con ternura, aunque de inmediato noté tensión en su cuerpo que no pasaba desapercibida.
—¿Amorcito? ¿Cómo estuvo tu día? —pregunté, con fingida tranquilidad, no quería atacar de inmediato con cuestionamientos que pudieran alterarlo más. Le ayudé a retirar su saco.
—Más… o menos, mi flor canela —su contestación sin mucho entusiasmo, ahora fue a mí que se me tensó el cuerpo porque no era normal. Me mantuve quieta con el ceño fruncido, no iba a presionar nada, quizás eran presiones del trabajo, o la espera interminable del ascenso le tenían el cortisol activado.
—Vamos a cenar, amorcito, te preparé lo que más te gusta, luego te tengo una sorpresa que te aseguro que te cambiará esa cara —lo tomé de la mano con cariño mientras lo guiaba a la mesa, tampoco pasó desapercibido el cómo él bajó el rostro con vergüenza. Estoy actuando de una manera muy extraña. Igual me volví a quedar callada, no quería pensar mal.
Una vez se sentó, me miró como quisiera decirme algo, pero de nuevo, en lugar de hablar, apretó los labios y me sonrió triste. Me acercó a él para que me dejara sentada en sus piernas y acarició mi rostro con delicado. Sus ojos me detallaban como si quisiera grabarme en su mente. Con un beso en mi frente, me dijo que le sirviera. El silencio asentí, con calma le serví todo lo que preparé, para ponernos a comer en un silencio, que en cierta parte me molestaba. Apretaba el tenedor con disimulo, así calmada la ansiedad de sacar la ecografía y por fin romper esta atmósfera silenciosa, tensa. Tampoco la angustiante sensación de que algo andaba mal, muy mal, no dejaba de mortificarme la cabeza, porque su comportamiento era extraño.
Izan dejó su tenedor en el plato y se pasó una mano por el rostro. Yo imité su acción con mi cubierto.
—Danielle… tengo que hablar contigo —dijo casi tembloroso. Mi estómago se revolvió, ¿hice al malo?, porque me llamó por mi nombre y no “flor canela”. Debí intuirlo cuando él llegó y no me alzó en sus brazos, me llenó de besos, tampoco gritó con algarabía. Pero mi tonto al lado positivo se arrimaba a que era solo cansancio.
—Soy todo oído —respondí con tranquilidad —. ¿Es sobre el ascenso? ¿Te lo dieron?
Izan negó con la cabeza, sus ojos mostraban un enrojecimiento, mi corazón latió a una velocidad que incluso me asusto.
—No me lo dieron —la voz de Izan salía rota.
Aquello me encogió, mis ojos de inmediato se llenaron de lágrimas, no me gustaba verlo así.
—¿Por qué? —pregunté atónita y con incredulidad.
Izan apretó los labios, estaba evitando el contacto visual conmigo. Tragué, sintiendo un sabor amargo.
—Mi padre. Movió todas sus influencias para asegurarse que no me diera ningún ascenso.
El enfado perforó mi pecho, sentí cómo un caliente recorría mis orejas antes la mención de ese hombre, ese maldito hombre. Benjamín, el padre de mi novio, era peor que una enfermedad crónica. Siempre intentó controlar la vida de Izan, dirigir su vida, cual tirano, hasta que él se pudo revelar y zafarse de sus garras. Para poder estar conmigo tuvo que renunciar a todos sus lujos, comodidades y herencia, pero no le importó empezar de cero solo para vivir su amor junto a mí.
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Editado: 23.12.2024