Amarnos de nuevo

Capítulo 6

Danielle Reyes

El sabor ácido-salado explota con exquisitez en mi boca. La bebé está muy exigente hoy con el mango verde; ya van tres veces que tengo que salir a buscar este antojo y ni siquiera ha llegado la media tarde. Me mezo despacio mientras reviso las redes sociales.

Mis oídos pitan cuando me detengo en una publicación que provoca que deje caer el vaso con mango. El estruendo del cristal rompiéndose se sincroniza con las lágrimas que se deslizan por mi mejilla. Mi cuerpo tiembla de rabia. Un ardor se clava en mi pecho. Un nudo aprieta mi garganta cada vez que paso las fotos que están destrozando aún más mi lastimado corazón.

Izan se casó con otra. De traje. Felizmente casado. ¿Para eso quería dejarme? Puso la excusa de su padre para estar con alguien a su nivel. No existe otra explicación. Cuando pensé que había superado lo peor de una ruptura abrupta, el dolor se multiplica al saber el motivo detrás. No necesito escucharlo de su boca; las fotos gritan lo que ese cobarde no me dijo.

Seis meses de mi embarazo preguntándome qué hice mal. Y él… empezando su vida con otra. Con una hermosa mujer a su altura. Su brazo alrededor de ella me deja claro que ya no existo en su vida. Me tiró de ella de todas las peores maneras posibles.

Aprieto la mandíbula y siento un líquido caliente descender lentamente por mis piernas. Dejo caer el teléfono por el fuerte dolor que cruza mi vientre abultado.

—Mi niña, no, por favor. No, no, no, no. ¡Ayuda!

Desde la distancia, él se dio el placer de romperme otra vez.

Despierto agitada, y un fuerte latigazo de dolor en la cabeza me arranca un gemido lastimero. Estos sueños infernales sobre ese día no me dejan en paz, así como tampoco el recuerdo de Izan. Me detesto a mí misma por no poder sacarlo por completo de mi cabeza. Él me abandonó, se casó con otra, probablemente ni siquiera recuerda mi nombre. Soltar a Izan en mi mente es lo mejor; no vale la pena.

Embotada, intento conectar mis recuerdos. Durante el desayuno de mi niña sentí una debilidad extraña en el cuerpo, como si me faltaran fuerzas, algo aturdida. Recuerdo haberme recostado en la cama unos minutos para recuperarme, pero aparentemente esos minutos se convirtieron en horas. Dejando de lado la preocupación de por qué me quedé dormida, eso lo averiguaré con calma luego, me levanto a buscar a mi hija.

—¿Darla? —llamo, esperando escuchar su vocecita.

Un escalofrío me recorre cuando solo recibo silencio.

—¿Darla? —repito, esta vez con más fuerza. Me termino de levantar y, con el pánico creciendo en mi pecho, comienzo a revisar las habitaciones y los escondites donde podría estar jugándome una broma. Pero todo está en absoluta soledad. Busco desesperada en cada rincón. El miedo me golpea. Mi traicionera mente empieza a maquinar las peores posibilidades. ¿Si alguien entró y se llevó a mi niña? ¿Si salió y se perdió? Fui una estúpida irresponsable por dormirme con mi pequeña en casa, sabiendo que ella no se queda quieta.

Salgo corriendo con las lágrimas empañando mi vista. Siento que voy a colapsar en cualquier momento. Quiero a mi hija. Me moriré si la pierdo por mi negligencia. Afuera, les pregunto a mis vecinos si la han visto, pero todos me dan la misma respuesta negativa. Los latidos frenéticos de mi corazón hacen que mis piernas tiemblen. Continúo con mi búsqueda en los alrededores de la casa. No hay rastro de ella.

Me siento frente a la puerta de mi casa y lloro con fuerza. Mi pequeña está desaparecida. Siento que el mundo se desmorona bajo mis pies. Tengo tanta impotencia que no sé qué hacer.

—¡Darla! —grito al cielo, con la esperanza ciega de que mi voz llegue hasta donde esté mi hija.

—Hola, mami.

El tono de voz infantil, casi alegre, como si nada hubiera pasado, me levanta en automático.

El sol de mi felicidad está allí. Con su típica sonrisa traviesa.

Salto hacia donde está y la abrazo con fuerza.

—¿Dónde estabas? ¿Por qué te fuiste? ¡Me tenías preocupada! —digo entre llanto. El alivio por fin arropa mi cuerpo.

Darla gira su mirada hacia atrás con tranquilidad, y no es hasta ese momento que me percato de la presencia de alguien más.

Ese alguien que, años atrás, hacía regocijar mi corazón. La persona que me besaba con tanto amor. A quien le dije por primera vez “te amo”. El único que me llamaba con un apodo dulce.

Izan.

Quedo helada, con los brazos aún aferrados a mi pequeño huracán. Izan evita mirarme directamente. Tiene esos ojos tristes y avergonzados, los mismos que vi la última vez. El silencio es tan palpable como insoportable. Ninguno de los tres se atreve a decir nada.

Sin embargo, como siempre, Darla lo rompe.

—Mami, sé que debes estar lo que sigue de molesta porque salí. Pero encontré al señor No Sirve —dice con naturalidad—. Vino a hacerse cargo de mí y también a buscarte a ti. Nos debe muchas explicaciones.

—¿Qué? —No encuentro palabras.

Izan suspira.

—Ella fue a buscarme. Me dijo que dormías —explica despacio.

Suelto lentamente a mi hija.




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