Izan Leclerc
Me arrepiento. Un arrepentimiento que no repara nada. No devuelve el tiempo, no borra las palabras que le dije. Mucho menos recupera esos cuatro años desperdiciados sin saber de la existencia de esa pequeña revoltosa que ahora nos une a mí y a Danielle. Cuatro malditos años en los que me perdí sus primeras palabras, sus primeros pasos, el sonido de su risita. Tengo una hija que no me reconoce como su padre, sino como “señor no sirve”.
Danielle me odia. Y tiene razón. Me lo merezco. Me arde el cuerpo solo de recordar su mirada fría. Fue peor que cualquier insulto. Volver a verla y desear el roce de su hermosa piel canela me consume por dentro.
Acercarme a ella no será fácil. Lo último que soy es bienvenido en su vida. Me daba igual, por más miedo que sintiera. Hablar sobre nuestra hija era una prioridad; nuestro pasado no debía interferir en la paternidad que estaba decidido a asumir de inmediato. Nunca dudé de las palabras de Danielle, así que una prueba de ADN no era necesaria.
Parpadeo con frustración. Resoplo mientras echo un vistazo rápido a mi casa. Llevo aproximadamente una hora dentro del auto. Evito a Tatiana. A ella y sus reclamos. Por mí, no tendría que volver a este lugar. Si fuera posible, me iría, pero estoy atado a este sitio.
Tamborileo los dedos ansioso sobre el volante. Cuento hasta diez al exhalar, como me enseñó mi terapeuta. Salgo sin ganas, pero con pasos firmes.
La figura furiosa de Tatiana me espera en la entrada.
—¿Al fin recordaste que tienes un hogar y una esposa? —escupe, con el enojo y el dolor marcando cada palabra.
—Hola, Tatiana… —respondo, seco.
—¿Se puede saber dónde estaba el señor arquitecto?
—Ahora no —le advierto con cautela.
—No, Izan, no me vas a evadir como si fuera nadie. Soy tu esposa. Merezco una explicación de por qué desapareciste sin responder mis llamadas ni mensajes.
—No quiero discutir. Además, no te debo explicaciones.
—¡Estás casado conmigo! Es lo mínimo que me debés —reprocha con la voz temblorosa.
—Por obligación, recuérdalo. Con permiso —acelero el paso hacia las escaleras.
—¡Izan, detente! No me vas a evadir como siempre —grita, sujetándome por la camisa.
—¡No quiero hablar, maldita sea! —me suelto con brusquedad.
—No me hables así —la encaro, y sus labios tiemblan—. Apenas te veo. Ni siquiera eres capaz de mirarme a la cara. Me tratas como a un paria. Me esfuerzo para que este matrimonio funcione.
—¿Sabés si yo quiero que funcione?
—No digas eso —ruega, mientras sus ojos se llenan de lágrimas. La culpa se clava en mí.
—Lo siento. No quise hacerte sentir mal —murmuro con algo de pena. Pero es cierto. Estoy casado solo por mi Danielle. Para evitarle un sufrimiento, si mi pardre llega a cumplir su amenaza. Tatiana se esfuerza por mantener un matrimonio sólido. Pero eso nunca va a suceder. Ni en mil años.
—Izan, yo… —intenta tocarme, pero me alejo como si su tacto fuera brasas en llamas.
—No te hagas esto… no lo hagas.
Con rabia, seca sus lágrimas.
—Escúchame. No quiero tu lástima. Quiero respeto como tu esposa, no solo frente a los flashes.
—Piensa lo que quieras —vuelvo al tono molesto—. Después te vas corriendo con tu querido suegro. Quieres ser mi esposa, pero no eres capaz de guardar nuestros problemas dentro de estas cuatro paredes. No me sigas. Tampoco me prepares nada de comer.
Con los labios entreabiertos, se queda ahí, parada. Por fin subo a la habitación. Me encierro con llave. Me dejo caer en la cama y me jalo el cabello con frustración. Mi vida es una basura cuadriculada. Trabajo, fingir un matrimonio perfecto para las cámaras y pelear con Tatiana. Ese ha sido mi día a día los últimos años. Sin contar las noches en vela.
Bien merecido lo tienes, se burla mi conciencia.
—Gracias por recordármelo —susurro, mirando mis manos, como si pudiera ver a través de ellas todo lo que cargo. Me echo hacia atrás para mirar el techo gris. Estoy agotado, no solo físicamente, también en el alma.
Si tan solo esto fuera un sueño. Uno en el que despierto y no estoy rodeado de lujos que me agobian, sino en aquel modesto departamento con mi flor canela, embriagándome con su aroma, rodeándola por la cintura, ella aferrándose a mi espalda. Endulzar mis oídos con su risa acariciando cada esquina de mi corazón. Esos ojos negros desbordantes de amor por mí.
Son recuerdos del pasado, que ahora se burlan de mí, recordándome lo que perdí por mi debilidad. Lo tuve todo. Y lo perdí.
Enderezo la cabeza, busco mi celular y marco el número de Adriano. Necesito información. Al segundo tono, responde.
—¿Izan? Cuánto tiempo, hombre. Pensé que te habías muerto y no avisaste.
—No, aunque a veces lo deseo —bromeo sin humor—. No te llamo para charlar. Necesito un favor urgente.
—¿De qué se trata, señor Leclerc?
—Investiga todo sobre Danielle Reyes. Necesito saber dónde trabaja, qué ha hecho estos últimos cuatro años, con quién se relaciona. Todo. Te agradecería que lo tengas listo para esta noche o mañana temprano.
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Editado: 07.05.2025