Amarnos de nuevo

Capítulo 10

Danielle Reyes

Mi niña por fin duerme. Se tomó una sopa y, al terminar, cayó rendida sobre mi pecho. Está un poco ñoña por el diente adolorido; tuve que dársela. Acaricio su cabello sedoso. Toda mi blusa está empapada de su baba, y ella suelta unos pequeños ronquidos muy graciosos.

La única forma de que esté quieta es cuando entra en el quinto sueño.

Gregory está acostado a los pies de la cama, como respaldo de Darla. Se quedó dormido allí, y sospecho que sabe no vamos a jugar hasta mañana.

Desbloqueo a Izan.

No me gustaba molestar a nadie con asuntos del huracán, y menos con cosas relacionadas con Izan. Lo último que quería era depender de él para lo más mínimo. Pero Darla era su hija. Con su aparición en la cafetería, aunque no me agradara del todo, demostró que quiere acercarse, incluso por encima de mí.

Con los dedos temblorosos, escribí un mensaje breve:

“Darla tendrá cita en el dentista a las 10. Estaría bien que tú la lleves, si puedes. Ella lo sabrá.”

No me preocupé por ver si le llegó el mensaje; cerré su chat sin pensarlo.

—Eso fue rápido —susurré.

El sonido típico de la notificación me sobresaltó. Izan respondió enseguida, como si hubiera estado esperando el mensaje. Leí sin abrir la pantalla:

“Gracias por avisarme. Dile que papá no va a fallarle.”

Espero que nunca le falles, pensé con cierto rencor.

¿Cómo habría sido tenerlo aquí, compartiendo este momento? Ver a Darla dormir en silencio...

Por un segundo imaginé la escena, pero la descarté de inmediato. No iba a dejarme llevar por ese rumbo peligroso de mi mente.

Esas imágenes dulzonas pueden ser crueles con mi realidad actual. Besé la mejilla de Darla, cerré los ojos y me dejé arrastrar por el sueño.

***

—Darla, suelta esa pata del mueble —le exijo mientras intento zafarla. Está aferrada con una fuerza que no corresponde a su edad.

—¡No! Déjame. Tú no eres mi mami. Ella no me llevaría donde el hombre malo de blanco —replica.

—Es un profesional. Va a ayudarte para que deje de dolerte el diente. Si no vas, no volverás a comer dulces.

—Inventa algo mejor. No te creo.

—Mira, no vamos a pasar el día en esto —respondo, agotada, soltándola—. Huracán, mamá tiene que ir a atender la cafetería. Vamos…

—No, no, no, no —repite mientras niega con la cabeza.

Lanzo un grito de frustración y me paso la mano por el rostro. Necesito contar hasta tres… o hasta mil. Aprieto los dientes. ¿A quién rayos salió tan terca?

Ah, cierto. A mí.

Me inclino de golpe, me quito la chancleta y la dejo caer en mi mano con un golpe seco. Se me agotó la paciencia. Rara vez aplico la técnica milenaria de todas las madres, pero hoy se la ganó.

—¡Oye, suelta eso! No le pegues a tu bebé con eso —ruega con ojos de cachorro congelado. Pero en esa no caigo.

—Tienes tres… y ya van dos para soltar esa pata, cepillarte y ponerte los zapatos. Si no, mi amiga la chancla va a hablar inglés contigo.

Darla sale corriendo como si hubiera visto al cuco con un saco.

—Irónico que hace unas horas dormía como un angelito… que claramente no es —digo en voz alta mientras me vuelvo a poner la chancleta. Me ajuste mi pañoleta azul que se me desarreglo por estar jalándola. No había tenido tiempo de lavarme el pelo, con la pañoleta ocultaba lo gracioso que estaba.

Gregory ladra y mueve su colita. Me está dando la razón.

Lo cargo para darle sus merecidos mimos mañaneros.

—Eres tan lindo —le hablo con dulzura exagerada—. Por lo menos tú eres obediente, no como cierta hija mía que es un peligro andante.

En respuesta, me lame el brazo con cariño y me da unos lengüetazos en la barbilla.

—Awww, mi peludito gordito hermoso.

Amo a mi pequeño huracán, por más que me quiera volver uno etcétera la casa, y a mi chihuahua mariposa. Los amo tanto.

Antes de que pueda sentarme en el mueble para esperar a Darla, tocan la puerta. Sin soltar a Gregory abri. Del otro lado está Izan, vestido de forma informal y con un pastel de chocolate en la mano.

—Hola, Danielle. ¿Qué tal?

Llevaba unos jeans, una camiseta sencilla y una chaqueta a juego. Hasta un ciego notaría lo bien que le sentaba la ropa a Izan; fue inevitable pensarlo. Ese estilo de vestir le daba un aire juvenil insoportable... en el buen sentido. Por más que intentara no notarlo, tenía que admitir lo guapo que se veía. Y ni hablar de cómo el paso de los años le había dado otra vibra.

Ignoré mi rodilla temblorosa.

Abrí la puerta lo suficiente para poder verlo.

—Buen día. Llegaste temprano —me hice a un lado con naturalidad—. Darla te espera. Entra y cierra la puerta. ¿Y ese pastel? Darla, además de estar de castigo, no puede comer azúcar.




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