Tiempo atrás
Danielle, que había cumplido dieciocho años tres meses atrás, caminaba con soltura bajo el cielo despejado de Massachusetts. Lo hacía sin preocuparse por obligaciones; su etapa escolar había cerrado con éxito. A pesar de que el sudor le resbalaba por la nuca en una carrera de gotas, lo ignoraba olímpicamente. El calor pesaba como una pesa sobre su espalda, cubierta por un vestido veraniego verde. Sin embargo, el clima no representaba ningún obstáculo para salir a dar un paseo. El encierro en casa la había abrumado. Dos semanas después, el entusiasmo por las vacaciones se le iba más rápido que la glucosa con insulina.
La hermosa piel canela de sus piernas ardía por el vapor que emanaba del concreto, pero Danielle estaba completamente concentrada en devorar su algodón de azúcar color amarillo. Su cuerpo perdía gritos con shop de azúcar. Entonces lo complacía con alguna chuchería que le subiera los niveles de glucosa.
El sol caía directo sobre su cabeza, como si le guardara algún rencor. La acera, ardiente, parecía a punto de derretir sus sandalias viejas. Sabía requería urgente de un cambio de sandalias, pero ella ahorraba para una cosa a la vez.
El ritmo pausado y ordenado de la ciudad, con cierto tráfico, carros respetando el semáforo, bicicletas que van siendo pelateadas con un ritmo constante, ciertos vendedores ambulantes, gente que camina con calma observando sus celulares o hablando con tranquilidad con otras personas.
Se detuvo un momento para abanicarse con la mano y luego continuó su camino. El viento parecía haberse detenido en el tiempo. Ni de chiste pasaba una mínima corriente de aire. Su vestido no ondeaba como le hubiera gustado. Las copas de los árboles estaban más estáticas que las estacas de los museos. Los edificios le brindaban alguna que otra sombra.
—Julio odia a los ciudadanos —murmuro antes de saborear un nuevo trozo de algodón.
Pensaba hacer una parada en el súper, para comprar una bebida bien fría. Su mente debatía entre si valía la pena el gasto, y por estar tan distraída, no notó cuando chocó con el torso de un hombre que caminaba como loco con unas carpetas negras en mano.
Las consecuencias del impacto las pagó su querido amigo azucarado.
La morena de cabello rizado levantó la mirada hacia el desconocido. Sus insultos se detuvieron en la garganta al detallarle el rostro: perfecto, entre tierno e inalcanzable. Su cabello castaño brillaba con los rayos del sol, y su mirada gris hablaba como si contara mil conversaciones a la vez. La joven se sintió perdida, como en un laberinto, en esos ojos grises. Su mandíbula parecía esculpida a cincel de oro con precisión. Quedó prendida de esa aura de superhéroe angelical.
—Lo siento, fue mi culpa. ¿Estás bien? —preguntó el apuesto recién graduado arquitecto.
—¡Malaya sea! Mi algodón, que estaba buenísimo —se quejó, entre triste y molesta. Encaró al hombre trajeado, apretó los labios en una línea recta; su mandíbula se tensó con rabia contenida—. Hermano, ¿usted no se fija cuando va caminando por la calle? ¿El calor lo tiene ciego, eh?
—Imposible. No hubiera podido admirar esta belleza tropical —expresó con galantería.
Ella abrió la boca, parpadeó y sacudió la cabeza. De su pecho brotó un calor que se esparció como pólvora por sus brazos. Un remolino agradable mesio su estómago. No era que no le dijeran piropos; eso era común. Pero no entendía por qué el de este extraño la descolocaba tanto. Le despertaba sensaciones desconocidas.
Aun así, no se detuvo a examinar aquel despertar de estímulos vibrantes.
—Usted sí es freco, atrevido, charlatán y lú’cio —escupió, rabiosa, con las mejillas ardiendo.
—¿Cómo? —ladeó la cabeza divertido—. Entendí muy poco de lo que dijiste, pero me gustó —respondió con una sonrisa tranquila que aceleró su sensible corazón como una locomotora.
Cruzó sus brazos delgados y acalorados con algo de brusquedad.
—¿Quién te dio vela en este entierro pa’ coquetearme después de tumbar mi inocente algodón? Mira, te quiero decir hasta del mal que vas a morir, pero mejor me calmo, me conviene —lo señaló con el dedo tembloroso—. Ahora déjeme pasar, no esté en el medio como la vaina aquella.
Su lengua bailaba por soltar unas sabrosas groserías. Le pasó por el lado, dispuesta a seguir su camino, ahora frustrada. Sus ánimos se vinieron al suelo, igual que su golosina, sucia y arrugada, que pronto sería comida de hormigas. Le habían cortado el gusto. Ganas de armar un lío no le faltaban.
El perfume del arquitecto se coló sin permiso por sus fosas nasales. Aquel aroma adictivo danzaba por cada rincón de su nariz. Algo dentro de ella se embriagó. Pensamientos traviesos le provocaron la idea indecente de aspirar ese aroma con la cara pegada a su cuello fino y blanquecino. Se dio un par de bofetadas mentales. Espantó la imagen de su mente.
—Lo siento mucho. Permíteme compensártelo —se disculpó otra vez. La chica era brava, pero tenía una belleza etérea que resplandecía con el sol. Parecía que por cada poro desprendía un brillo, no artificial, sino tranquilo. Se veía tan natural y suave. No necesitaba exageración para verse irresistible. Su rostro marcado por sus rizos, lo tenían descolocado. Ansiaba acercarse más a ella, conocerla y por supuesto averiguar su nombre. Pero tenía que soltar un poco su lado coqueto. Que no era del agrado de la Dominicana. La tomo con delicadeza del brazo, sus dedos vibraron al simple toque, por su parte a Danielle los vellos se le alborotaron. No sabía si fue una mano humana, o una llamarada eléctrica que le toco su brazo izquierdo. Este encuentro breve le hizo olvidar las carpetas que tenía que entregar a un ingeniero, que recibía cerca. La chica le había bloqueado el dado profesional y responsable.
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Editado: 29.07.2025