Izan Leclerc
Tocó con fuerza la puerta de caoba de la mansión Leclerc, supuesto hogar donde crecí para ser un subordinado de quien se supone me engendró. El pomo de bronce gira con soltura; mi nana me recibe con la sorpresa marcada en sus facciones arrugadas. En otra oportunidad le brindaría un saludo con un abrazo afectuoso, pero no hasta que no destile la furia aglutinada dentro de mi sistema, con el objetivo de descargarla en un solo individuo.
—Niño Izan… —balbucea, nana Kelly, con nostalgia. Es un reflejo claro de que hizo un viaje en el tiempo, hacia la memoria de cuando era niño y me cuidaba durante horas. Evocó aquellas tardes de juegos, de meriendas compartidas a escondidas, aun cuando estaba castigado por no cumplir con mis deberes.
Recuerdo también sus consejos maternales: comportarme siempre a la altura de un hombre honorable.
En esta última fallé.
Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la vi. No había pisado esta casa desde mi trágica boda. No solo con Danielle he sido un miserable. También con la persona que me cuidó desde que nací. Las personas que amo pagan por mi culpa. Y las atrocidades de Benjamín.
Zanjó su saludo con dolor.
—Ahora no, nana. Permiso —con cuidado la aparto. Me estoy sobrepasando de frío. Estaba siendo injusto. Me dolía. Ella no tenía la culpa de nada. Pero no podría permitir que mi enojo cayera sobre ella, que no lo merecía. La frialdad era la capa para que no se filtrara mi furia en un ser inocente.
Por el suelo de mármol se deslizaba uno tras otro mis pasos veloces y duros; no camino, arremeto contra el piso como un látigo caliente; cada paso era una grieta invisible que abría en los pasillos de paredes de tono marfil. Por fin llegué a la puerta que protegía del viejo ese; sin cuidado, giro el picaporte dorado, empujo sin mirar. El silencio de su despacho con la luz tenue era un desafío a la paciencia que, en verdad, no tenía.
Una llamada a Pamela, que costó mucho que me contestara, bastó para confirmar que fue a meter sisaña en la cabeza de mi flor. Pame afirmó haberlo visto en el hospital.
—Es bueno verte, hi…
Mi puño impacta en su cara arrugada; Benjamín retrocede, se agarra de su silla para no perder el equilibrio. Todo se congela; mi pecho sube y baja, como si hubiera escapado de la orilla de un volcán a punto de hacer erupción, aunque en verdad quien estaba a punto de erupcionar era yo. Mi respiración entrecortada me delataba, pero lo anterior, que lo desestabilizó y lo ha dejado sin palabras, al dueño de mis desgracias, fue suficiente; eso directo a su rostro fue la frustración de años contenido saliendo a la luz con fuerza.
—¡¿Cómo te atreves?! ¡Soy tu padre! —truena su voz de sorpresa por mi accionar.
—¡TÚ NO ERES NADIE PARA MÍ, GRÁBATELO BIEN! —bramo fuera de mí, desgarrando mi garganta y quedándome sin aire por un instante.
—Bájeme la voz, Izan —advierte mientras regresa su postura—; estás muy alzado, malagradecido ingrato. Soy tu papá aunque te pese; todo lo que hago es por ti.
—Todas las porquerías que has hecho son monumentos a tu ego. Jamás le he importado. Nunca has hecho nada pensando en mí. Si por una vez en su vida te importara, jamás hubieras arruinado mi felicidad, todo por tus perjuicios absurdos.
—No me vengas con tus ridículos discursos de amor y felicidad —dijo con una tos seca—. Esas porquerías, como tú les dices, han sido para mantener el prestigio del apellido Leclerc. ¿Crees que iba a permitir que tú arruinaras la reputación de esta familia involucrándote con una muchacha que no pertenece a nuestra clase?
Aquellas vomitivas palabras eran un epítome de lo peor que es como persona.
Mis nudillos se volvieron blancos.
Izan, mantén la compostura. Perder los estribos por esta cosa que tienes como padre es darle poder.
—¿Reputación familiar? —preguntó ironizando—. Claro, te importa mucho, pero tú mismo la ensucias cada vez que te metes con tus amantes. Por lo menos, yo amo a quien quiero, algo que tú nunca podrás sentir. Te casaste por conveniencia con mi madre, y ella no te ama ni te amará. Por eso te refugias en los brazos de otras, en busca de amor falso. Y no olvides que robas dinero de tu propia empresa. No vengas a hablar de honor, porque no te queda.
—Cállate, Izan. Tú no sabes nada. —Afloja su corbata; el sudor corre por su cuello.
Es satisfactorio ver cómo se desestabiliza.
—¿Te molesta que te diga la verdad de tu realidad? Pues, qué lástima. Es algo que te encargaste de construir a base de mentiras y desprecio.
—¡Te prohíbo que me hables de ese modo! —grita fuera de sí. La rabia y el dolor discurren por su cara ante mi verdad.
—El que te prohíbe acercarte a Danielle y su familia soy yo. Déjala en paz. No quiero volver a enterarme de que tu sombra pasó cerca de ella. Tienes lo que querías. No estoy con ella, así que deja de acosarla.
—Cuidado cómo me hablas, Izan —dice con los dientes apretados—. Esa posición de arquitecto prestigioso, todos tus premios, las portadas de revistas, las conferencias internacionales, las exposiciones, los libros que hablan de tus logros, los contratos con gobiernos y empresarios. Nada es por ti. Es porque yo moví los hilos para todo lo que conseguiste. Puede ser que tenga talento, pero tu prestigio y fama llevan mi nombre. Y en un segundo te lo puedo quitar; bájala a tu alternaría. No te conviene ser mi enemigo.
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Editado: 16.09.2025