Danielle Reyes
¿Por qué todos se empeñaban en ocultarme verdades?
Treinta minutos llevo sentada en el cuarto de mi hermana, en un vano intento de ahogar mis pensamientos caóticos. La abogada se retiró luego de que todo explotara. Papá no pudo hablar. Albergaba la esperanza de que desmintiera a esa mujer fría enviada, sabrá Dios por qué.
Era injusto que mi padre no confiara en mí. Entiendo que cada quien tiene sus asuntos privados, inclusive los padres, y no tienen la obligación de revelar todo a sus hijos. Este no es el caso; un secreto de esa magnitud no se puede guardar en un fondo oscuro.
Traicionada. Dolorida. Furiosa.
Tres sensaciones que navegaban juntas en mi corazón de hija.
No me considera el tipo de persona que prefiere las mentiras dulces en vez de las verdades amargas.
Me lastima, no el hecho en sí. Es no poder haberle brindado mi apoyo y buscar una solución. Puede que yo no tenga ni un cuarto de poder, pero sí pude haber hecho algo como enfrentarme a ese sujeto, buscar testigos, socorrerlo con ayuda de terceros. Cualquier cosa, lo importante es sacar a mi padre de aprietos.
Salvarlo del mismo modo que me salvó a mí y a mi hermano, como cuando yo tenía siete años y mamá no había vuelto en cuatro días. Él fue mi superhéroe. Me trajo a casa luego del abandono de mi progenitora. Desde ese instante siempre he visto un gran hombre.
La puerta es abierta por Perla.
Se sienta a mi lado en la cama. Toma mis manos entre las suyas con delicadeza.
—Ay, mi hija, por favor, no te pongas así.
—¿Y cómo quieres que me ponga? ¿Que baile de la felicidad?
—Eso no, Dani. Es con tu papá, ve a hablar con él. Así se solucionan las cosas.
—Ahora quiere hablar —suelto sin fijar la vista en ella; empiezo a “limpiar” mis uñas.
—Te voy a decir algo —dice enojada; la culpa recubre mi piel, trago duro. Perla es difícil de provocar; al parecer le rebosé la paciencia con mi terquedad. Regreso mi atención a mi madrastra—. Estuvo mal no decirte lo del incidente. Muy mal. No voy con esa parte. Pero como padre lo comprendo —sostiene mi mejilla derecha—. Domingo, como padre, no soportaba la idea de que su hija, la luz de sus ojos, lo mirara con miedo. ¿Cómo podrías dormir tranquilo sabiendo que crees que es capaz de quitarle la vida a otra persona? Él no te lo ocultó por desconfianza, sino porque, al mirarte a los ojos, sintió que lo juzgarías. Temió que lo vieras como un monstruo. Tal vez fue un poco cobarde… pero prefirió cargar con la culpa antes que arriesgarse a perder la imagen que tenías de él.
—Por Dios, yo jamás lo creería capaz. Él es mi padre, quien me ha tomado de la mano durante todos estos años, y yo pongo las mías al fuego por él. Yo… —No logro alcanzar a terminar la oración; un sollozo desde lo profundo de mi pecho apaga mis justificantes. Niego soltando un suspiro lleno de frustración hacia mí, el sabor de mis lágrimas me empuja a cerrar los ojos. La cabeza me palpita rabiosa.
—Perdón que te lo diga de esta manera. Lo que tú sientes no es lo único que importa, no me lo tomes a mal —suelta mi mejilla y se levanta—. Pero tienes que aprender a escuchar lo que los demás también sienten. Todo tiene un motivo, sea malo o bueno. Por más que duela, tenemos que oír las dos campanas.
—¿Se puede saber por qué no me lo dijiste? —reclamo.
—Ese no era mi asunto, Danielle Verónica Reyes.
—Claro, no es tu asunto porque no te conviene.
¡Plat! Me ganó un cocotazo en la frente, aunque lo sentí como un martillazo, de foní, uno me sobó rápido—. ¡Aush! ¡Perla!
—Muchacha del… respétame. Podrás tener una hija, una cédula y alcanzar de aquí al cielo, me da lo mismo, soy tu madre aunque no te parí.
—Perdón —agacho la cabeza y me rasco una falsa comezón en mi barriga.
—Párate de ahí, ve a hablar con tu papá.
—Otro día. Mejor me voy para mi casa.
—¿Y quién te dijo que yo te hice a ti una pregunta? Camine a hablar con su papá, dije yo. Tienes veinte minutos. Que no pasen los veinte minutos y tú no salgas de esa habitación con tu papá del brazo, encariñados. Iré a colarme un café pa’ ver si se me baja el pique. No puede ser que no cogí lucha contigo cuando estabas chiquita, para yo cogerla ahora tú con ese tamañazo.
—Dije que no —replico molesta—. En este momento puedo pasarme de la raya. Me voy.
—Hablé yo. Vete a hablar con Domingo.
Hago el intento de irme. Pero no consigo dar ni medio paso bien cuando Perla me tiene agarrada del brazo.
—¡Perla, suéltame! —grito mientras intento soltarme de su agarre en vano.
—¿Y esa voceadera? A ti nadie te está matando. Buscando que te suelte un tabaná y te vayas con tu tabanón bien dao —hace un ámago con su brazo libre, volteo la cara por si acaso.
Arrastrada soy sacada del cuarto de mi hermana. Perla me deja en la puerta de su habitación. Se cruza de brazos a la espera de que yo entre. Mis intentos de replicar de nuevo mueren en mi boca ante la mirada de la mujer que me crió. Muchas opciones disponibles no tengo a la mano, y si no quiero ganarme tres fuetazos y par de chancletazos, hago caso.
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Editado: 28.11.2025