Amarnos de nuevo

Capítulo 25

Pasado

El arquitecto exuda dicha.

No caminaba con su típico andar rápido, que cada rincón de las paredes del estudio Gutiérrez se sabía. Hoy flotaba en el aire.

Su camisa blanca perfectamente planchada, sin una sola arruga fuera de lugar. Su chaqueta ondeaba en cada paso. Todo estaba distinto en Izan Leclerc. Sonreía.

Porque sabía que estaba cerca de asegurar su futuro.

Su postura, normalmente recta y contenida, hoy parece liviana. La comisura de sus labios sostiene una sonrisa que intenta disimular sin éxito, y cada empleado que cruza pasillo le devuelve una mirada curiosa, casi admirada.

Es el hombre del momento.

Después de meses trabajando hasta la madrugada, el proyecto del nuevo Instituto Oncológico Pediátrico Espaillat García, está prácticamente asegurado. Un logro enorme, uno de esos que no solo suben currículums, sino reputaciones.

Diseñar para los Espaillat no era cualquier cosa. En Massachusetts, y más allá de sus fronteras, el apellido no solo era un título. Era prestigio de alto nivel. La familia había construido una reputación intachable a lo largo de su trayectoria de médicos. Desde cirujanos hasta oncólogos reconocidos internacionalmente, investigaciones, proyectos y fundaciones. Ellos habían cambiado el protocolo médico con todos sus avances. Ser parte de su proyecto era un honor reservado para pocos, que solo le daban la oportunidad a arquitectos de renombre con una trayectoria consolidada en el rubro. No solo era levantar muros. Era elevar esperanza y seguir ernateciendo el apellido Espaillat. No cualquiera tendría acceso. Izan Leclerc, a pesar de ser un joven con poca experiencia, lo logró.

Y él lo consiguió solo. Hoy, por fin, recibirá el ascenso que merece.

El proyecto no solo era una obra de arquitectura, eran pedazos de emoción reflejados en una estructura. Diseñó el edificio bajo un concepto biométrico, líneas suaves, curvas orgánicas y espacios que imitaban la forma en que florecen los árboles al buscar la luz. Las paredes exteriores estaban recubiertas de paneles solares fotovoltaicos integrados en vidrio templado, casi imperceptible, pero responsables de alimentar más del 70% del edificio. Los pasillos amplios y tráluses estaban diseñados para que la luz natural acompañara cada paso. Era moderno, sostenible y sofisticado, pero sobre todo gritaba humano. Donde las familias no sintieran que entraban a una institución con olor a medicamento y pasillos que incitaban a dejarse llevar por el miedo, sino a un lugar que respiraba paz y esperanza en sus corazones desamparados.

Su diseño, único y difícil de imitar, no solo buscaba ser amigable con el medio ambiente. También pretendía transmitir la paz de la naturaleza a cada familia que cruzara esas puertas, que diseñó con el lápiz que le regaló su preciosa flor canela. Cada línea, cada espacio, estaba pensado para reconfortar y recordarles que aún había esperanza. Que incluso en medio del dolor, los niños merecían luz, color y futuro.

Los inversionistas no solo habían quedado impresionados. Lo habían admirado. Y por primera vez, él sintió que todo su esfuerzo tenía sentido. El ascenso era una consecuencia lógica. Lo merecía más que nadie por su ardua labor.

Por supuesto, no faltaban los inconformes. Los envidiosos que no se ocupaban en trabajar en sus propios proyectos para ascender. Los que no creían en la labor altruista, ni en la arquitectura sostenible, ni en ese discurso de crear espacios que respiraran vida. Para ellos, hablar de ecosistemas, vidrio reciclado, paneles solares y áreas verdes era un capricho moderno. Un discursos para estar bien consigo mismo, no te traería beneficio a corto plazo. Una pérdida de tiempo. Un gasto absurdo.

—Un proyecto así no genera retorno —habían murmurado en pasillos y reuniones.

También estaban los otros, los que en silencio esperaban su fracaso. Personas dentro de la misma firma, colegas que nunca soportaron verlo destacar. Arquitectos mayores, acostumbrados a diseños cuadrados, seguros, predecibles. Hombres que habían creído que el ascenso era suyo por antigüedad no por mérito.

Si el proyecto fallaba, caería con él, pero si funcionaba, su nombre ascendería más rápido que cualquier otro en la firma. Y lo logró. No fue suerte. Nunca lo fue. Fueron noches enteras sin dormir, dedos acalambrados por sostener lápices y mouse durante horas, contracturas en la espalda, migrañas que parecían partirle el cráneo.

Hubo planos arruinados. Maquetas que terminó rompiendo en ataques de frustración. Ideas que parecían brillantes y al día siguiente eran basura. Más de una vez dudó de sí mismo, más de una vez la rabia, el cansancio y el miedo lo hicieron llorar en silencio frente a la pantalla. Pero nunca perdió el rumbo.

Y no estaba solo. Ella estaba ahí. Su Danielle.

Esa dominicana de boca suelta. Que lo acostumbro a comer el mangu con los tres golpes y la bandera dominicana. A beberse su cerveza vestida de novia y hablar español para que la entendiera cuando ella andaba con los poderes subidos.

Su morena de rizos rebeldes, la sonrisa dulce y la mirada que siempre decía yo creo en ti. De quedarme a su lado hasta tarde, aunque acabara rendida, dormida con la cabeza sobre sus planos. Y el con manos cansadas, al punto de parecer que se le iban a partir, pero llenas de cariño, la arropaba, le besaba la mejilla, la llevaba al cuarto con cuidado y luego volvía al escritorio para seguir.




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