Amarnos de nuevo

Capítulo 29 parte l

Darla Leclerc

Este plan de arruinar la cita de mami lo estoy pagando con aburrimiento y con ese suero interminable que me pusieron dizque con vitaminas para disimular. Lo único que no siento son los parches falsos de los puntitos rojos.

¿Comer pimiento? Ni de broma.

No cargo ganas de durar una semana en cama. Tampoco ando con antojos raros de tomar medicinas. Además, no quiero meter en problemas al señor no sirve para nada. Somos desastrosos, pero responsables con la salud.

Mi mamita se creyó toda la actuación.

Aunque después va a tocar decirle la verdad.

Ni modo. Más castigos.

Quiero irme de aquí.

El olor del hospital es una combinación fastidiosa de olores que todavía no sé identificar bien, pero igual sé que es horrible.

Horrible con hache grande.

Lo que uno hace para que los padres estén juntos y para tener hermanitos con quien jugar.

¿Dónde se fueron mis señores papás? Llevan rato desaparecidos. Sin señales de vida. ¿Se habrán contentado? Uy, ojalá. Aguantar ese pinchazo del suero no puede ser en balde.

Cansada, me quito la máscara esa y también el suero.

—¡AUSH! —grito como si una reina africana me hubiera picado.

Tengo que buscar a mis papis. Dejaron demasiado rato sola a su bebé. Ellos creen que se gobiernan solos. Brinco como si hubiera un trampolín invisible y abro la puerta grandota. Hago un puchero cuando no los veo en ninguna esquina. ¿Se fueron? No. Eso sería ilógico. Ellos no le tiran piedras a la luna como para dejarme solita. Voy a buscarlos.

Tengo buena memoria para regresar a mi habitación después. Mi cerebro es chiquito, pero eficiente.
Mi corazón baila de emoción. Capaz están en una reconciliación exprés.

Tarareo una canción de terror de esas leyendas urbanas japonesas mientras avanzo. No me gusta el olor del hospital, pero esto es enorme y bonito. Cualquiera se pierde.

La gente me mira curiosa.

Me escondo cuando veo a los de ropa blanca. No quiero que me devuelvan por donde vine. Como soy chiquita, se me da bien esconderme detrás de uno de esos carritos gigantes de limpieza.

Paro bien las orejas cuando escucho un nombre apestoso con excepción del apellido. Noté que los murmuró una de las enfermeras.

Mis orejas chismosas empiezan a captar todo.

—Lina, ¿a dónde vas? —dice una voz cansada de una mujer mayor, pero se le ve que tiene rango—. ¿Y eso para quién es? Te mandé a hacer otra cosa.

—Es la comida del paciente de la habitación tres cero ocho —responde la tal Lina, caminando rápido con un carrito de comida—. Del hombre que sale en todas las noticias. Ya voy, Florencia.

—¿El tal Benjamín Leclerc? —pregunta la otra, bajando la voz como si el nombre trajera mala suerte.

Y si la trae.

Hasta el aire se puso como más frío.

—Ese mismo. Se había escapado —dice Lina—. Imagínate, tuvo fuerza bruta para romper el barrote de la cama.

Me quedo quietecita. Atenta a todo, hasta cómo pestañean.

Esa señal que se proclama mi abuelo está aquí.

Pensé que estaba en el lugar donde llevan a la gente maléfica.

Por lo que oí en las noticias y más o menos entendí, él hizo algo muy malo en esa empresa. Bueno, no se dice empresa, se dice firma, donde trabaja el señor no sirve. Y por supuesto, algún día, yo voy a trabajar, o mejor dicho, la voy a dirigir.

Y son cosas que no se deben hacer y a los policías no les gustan nada. No entendí casi ninguna de las palabras que dijeron. Eran muy raras, técnicas, creo que así se llaman. Espero algún día saber qué significan. Lo único que sé es que lo que hizo hará que no vea la luz del sol por un buen ratito. Se lo merece.

Así paga lo que le hizo a mis papis.

Puede que no sea un delito de esos que van directos a la ley, pero igual eso no se hace. ¿Quién se cree para separar a dos personas? ¿A él le hubiera gustado que lo separaran de la persona que quiere? Pues supongo que no, no debe sentirse bien. Tienen que darle una lección ejemplar y mandarlo a pensar mucho hasta que vea a Dios comiendo arroz.

Así que el anciano feo y malvado anda por estos lados. Eso amerita una visita sorpresa de su nieta favorita. En exactamente tres segundos —los conté— se me acaba de ocurrir una idea genial. Me quedo sin hacer el minúsculo ruido. Cuando las enfermeras se dispersan. Una por un lado. Otra rumbo a las cajas metalicas llamadas ascensor, empuja el carrito.

Es mi señal.

Camino de puntillas como lo hace la pantera rosa. Mis piecitos casi no tocan el piso. El carrito avanza y yo me pego a él por detrás. Logro camuflarme como sombra chiquita. Camino rápido, copiando el ruido de las ruedas. Si el carrito avanza, avanzo, si se detiene, me congelo. De pronto, algo se cae.

Una gelatina sale volando de una de las bandejas y aterriza en el suelo, tiembla como si tuviera vida o miedo.

Mientras ella se agacha, yo aprovecho y logro meterme mejor. Ahora soy parte del carrito. Los adultos a los hospitales nunca miran abajo. Bueno, lo hacen, pero nadie se anda buscando niños perdidos. Me acomodo lo mejor que puedo adentro del carrito de comida. Es gigante. Cabe un caballo bebé.




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