Ambición oscura

8

El eco del aplauso para el DJ se desvaneció, pero el zumbido en los oídos de Rodrigo no. No era la música pulsante ni el bullicio de la fiesta lo que lo aturdía, sino la imagen de Lluvia y Tamara. El beso había sido breve, un roce efímero de labios que, sin embargo, se había extendido en su mente, distorsionándose, agigantándose hasta ocupar cada rincón. Una punzada helada, desconocida y profundamente desagradable, le apretó el pecho, robándole el aliento. Celos. La palabra se le atragantó, áspera y extraña en su garganta. ¿De quién? ¿De Tamara, la ex de su hermano, a quien apenas recordaba y por la que no sentía nada? ¿O de Lluvia, esa mujer que había irrumpido en su vida como una tormenta de verano en Buenos Aires, tan familiar en ciertos gestos, en ciertas miradas, y a la vez tan ajena, tan lejana? Un torbellino de emociones contradictorias lo arrastró, dejándolo a la deriva en un mar de confusión, un mar del que no sabía cómo salir. El aire se le atascaba en los pulmones, pesado, denso. Quería gritar, quería que el suelo se lo tragara, cualquier cosa menos verla, no así.

Lluvia, mientras tanto, permanecía impasible, inquebrantable. Su máscara de fría determinación no se había resquebrajado, ni siquiera un instante. Cada fibra de su ser gritaba, pero ella no emitía ni un solo sonido, ni un temblor. Por dentro, sin embargo, la situación era un infierno personal. El roce con Tamara había sido calculado, una pieza más en su elaborado tablero de ajedrez, un movimiento estratégico para desestabilizar a su adversario. Pero la mirada de Rodrigo, esa mezcla de asombro, dolor y algo más que no quería nombrar –algo que se parecía peligrosamente a una súplica–, la había desestabilizado en lo más profundo. El primer amor, el chico que la había destrozado sin saberlo, estaba allí, a pocos metros, un fantasma de su pasado que se negaba a desaparecer. Y a pesar de los años, de la distancia, de la venganza que la consumía con un fuego implacable, una chispa, una reminiscencia de lo que alguna vez fueron, una brasa apenas oculta bajo las cenizas, amenazaba con encenderse. Tenía que sofocarla. Tenía que apagarla antes de que arrasara con todo lo que había construido.

La fiesta continuaba a su alrededor, una cacofonía de risas y música, pero para Rodrigo y Lluvia, el aire se había vuelto denso, cargado de una tensión invisible, casi palpable. Lluvia se movía con una gracia felina, su mirada de obsidiana deslizándose por la multitud, evaluando, planeando, cada detalle registrado en su mente calculadora. Cada sonrisa que regalaba, cada palabra que pronunciaba, cada gesto que hacía, era una parte de su actuación, un paso meticulosamente coreografiado en su danza macabra. Sabía que Rodrigo la observaba, podía sentir el peso de su mirada en su piel, un imán invisible que la atraía y al mismo tiempo la repelía con la misma fuerza. Y ella lo usaría. Lo provocaría, lo confundiría, lo arrastraría a su juego sin que él pudiera siquiera percibir las cuerdas.

Se acercó a la barra, pidió una bebida helada, la misma que había compartido con él en noches pasadas, y al girarse, sus ojos de hielo se encontraron con los de Rodrigo. Una sonrisa lenta y enigmática curvó sus labios, un desafío silencioso que lo atravesó hasta los huesos. Él frunció el ceño, el desconcierto reflejado en la profundidad de sus ojos, una lucha interna librándose en su mirada. Lluvia levantó su copa, un brindis mudo a la compleja red que estaba tejiendo, un brindis a los hilos invisibles que ya unían sus destinos. Su venganza contra los Ferraioli estaba en marcha, un huracán imparable que había tardado años en gestarse.

Mientras Lluvia saboreaba el amargo triunfo de la confusión de Rodrigo, una mano se posó en su cintura. La suya. Emiliano. Su novio. El hombre que la había apoyado en la sombra, que conocía la profundidad de su dolor y la magnitud de su plan. Su presencia era un ancla en la tormenta, un recordatorio de la vida que había elegido construir lejos del caos del pasado.

—Te estaba buscando, Lluvia —dijo Emiliano con una sonrisa cálida, sus ojos recorriendo el rostro de ella con una ternura que a veces le hacía temblar la coraza—. Pensé que te habías esfumado entre la multitud.

Lluvia se giró por completo hacia él, su rostro suavizándose apenas un matiz, una microexpresión que solo Emiliano, después de años a su lado, podía detectar.

—Solo necesitaba un poco de aire. Demasiada gente —respondió, su voz en un tono más bajo, más íntimo de lo que había usado con nadie más esa noche.

La mano de Emiliano se aferró suavemente a su cintura, un contacto tranquilizador que a la vez la mantenía alerta. Era una barrera invisible entre ella y el resto del mundo, un escudo contra los fantasmas que acechaban.

Rodrigo vio el gesto, la suavidad en el rostro de Lluvia cuando le habló a Emiliano, la forma en que él la tocaba con esa familiaridad que le resultaba una tortura. Una ola de celos lo golpeó con una fuerza casi física, vaciándole el estómago. Su visión se nubló por un instante, y la sangre le hirvió en las venas. ¿Quién era ese tipo? ¿Por qué la tocaba así? ¿Por qué Lluvia, la Lluvia que él conocía, la que le había robado el aliento y los sueños, le sonreía a ese hombre con una calidez que nunca le había mostrado a él?

Sus ojos, sin embargo, no pudieron evitar desviarse hacia Rodrigo, quien seguía observándolos desde la distancia, con una expresión indescifrable que ahora se leía como pura rabia. La visión de Emiliano y Lluvia juntos pareció golpearlo con una fuerza tangible. Su mandíbula se tensó, y sus ojos se oscurecieron aún más. Lluvia sintió una punzada de satisfacción, una pequeña victoria en medio de la compleja batalla que estaba librando. La confusión de Rodrigo era una pieza clave en su estrategia, una palanca que movería a su antojo.

Emiliano, ajeno a la turbulencia interna de Lluvia y a la ardiente mirada de Rodrigo, le ofreció su brazo.

—Vamos a bailar un poco. Te ves tensa.



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En el texto hay: mafia, venganza, dolor

Editado: 30.05.2025

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