Tamara se movía por las lujosas oficinas de los Ferraioli con una soltura que habría sido impensable meses atrás, un fantasma elegante y letal en el corazón del imperio. Su sonrisa era un arma silenciosa, sus ojos un velo impenetrable que ocultaba la tormenta que llevaba dentro. Se había afianzado como la pieza clave del plan, no solo por su conexión pasada con los Ferraioli, la superficialidad de un romance juvenil con uno de los hijos, sino por una astucia y una sed de justicia que Lluvia y Emiliano habían sabido ver y explotar con precisión. Vestía impecable, sus movimientos eran precisos, cada gesto estudiado, cada inclinación de cabeza una parte de su elaborada actuación. Era la secretaria perfecta, la asistente eficiente que anticipaba cada necesidad, la confidente ocasional a la que nadie dudaba en desahogarse. Nadie sospechaba la red de engaños que tejía con cada café servido, con cada documento clasificado que pasaba por sus manos, con cada conversación casual escuchada en los pasillos de mármol. La ironía era cruel: se sentía más viva que nunca, a pesar de la constante amenaza que la envolvía como una segunda piel.
Su interacción con el personal era impecable, un ballet de falsas amistades y sonrisas vacías. Con el viejo contador, don Mario, compartía chistes sobre los dolores de la edad y se ofrecía a organizar sus archivos desordenados, permitiéndole escanear discretamente facturas y balances que revelaban flujos de dinero sospechosos, desvíos que gritaban ilegalidad y corrupción. Con los socios menores, comentaba sobre las fluctuaciones del mercado bursátil, extrayendo información sobre inversiones dudosas en paraísos fiscales y movimientos de capital que no figuraban en los reportes oficiales, el tipo de transacciones que solo se hacen en las sombras más profundas. La confianza ciega de los Ferraioli, su arrogancia, la convicción de que todo estaba bajo su control y que nadie se atrevería a desafiarlos, era su mayor aliada, su escudo más fuerte. Creían tenerla domesticada, una antigua "noviecita" de uno de los hijos, ahora una empleada leal y sumisa que agradecería la oportunidad. No veían a la depredadora sigilosa que se movía entre ellos, marcando cada paso con una precisión mortífera.
El riesgo era palpable en cada respiración de Tamara. Sentía el filo de la navaja en su cuello con cada nueva información que obtenía. Un paso en falso, una mirada sospechosa, una palabra mal dicha, y todo se desmoronaría, con consecuencias fatales que ni siquiera quería imaginar. Pero la adrenalina la mantenía en vilo, un combustible oscuro que la impulsaba, y la promesa de una vida diferente, lejos de la sombra asfixiante de los Ferraioli, lejos de la oscuridad que la había envuelto, la impulsaba hacia adelante con una fuerza inquebrantable. Logró acceder a archivos vitales: correspondencia codificada que revelaba contactos con organizaciones ilícitas en el exterior, tentáculos que se extendían más allá de Argentina, por todo el continente; contratos con cláusulas leoninas que explotaban a pequeños productores, arruinando vidas con la frialdad de un número en una hoja de cálculo; e incluso una lista de nombres con "favores" pendientes, gente influyente en la política y los negocios que estaba en deuda con la mafia Ferraioli. Cada pedazo de información era una pieza crucial del rompecabezas de Lluvia, una parte de la verdad que había sido ocultada durante años, esperando salir a la luz.
La noche llegó, silenciosa y cómplice, envolviendo Buenos Aires en un manto de estrellas indiferentes. Lluvia y Emiliano esperaban a Tamara en un departamento discreto en San Telmo, un lugar seguro, un refugio apartado del bullicio del centro y de las miradas curiosas. La atmósfera en el pequeño espacio era tensa, cargada de la expectativa de lo que Tamara traería, de las nuevas revelaciones que estaban a punto de desatar. Cuando ella entró, su rostro cansado pero con la chispa inconfundible de la victoria en los ojos, Lluvia sintió un nudo apretado en el estómago, una mezcla de orgullo por la valentía de su amiga y una punzada de preocupación por el peligro al que la exponía.
—Lo tengo —dijo Tamara, su voz apenas un susurro de agotamiento, extendiendo un pendrive brillante y un sobre abultado, pesado de papeles—. Los informes de auditoría interna de los últimos seis meses, una lista de contactos internacionales y algunas grabaciones de llamadas de la oficina principal. Hay cosas muy pesadas aquí. Cosas que los enterrarán. —La convicción en su voz era absoluta.
Lluvia tomó el pendrive, sus dedos rozaron los de Tamara en un gesto de reconocimiento mutuo, una conexión tácita entre las dos mujeres. Pudo sentir la fatiga, el riesgo extremo que su amiga había asumido, la carga de la clandestinidad que pesaba sobre sus hombros.
—Buen trabajo, Tamara. Como siempre. —Su voz era firme, pero sus ojos transmitían una gratitud silenciosa, una promesa de que valdría la pena, que su sacrificio no sería en vano.
Emiliano, con la eficiencia de un cirujano, conectó el pendrive a una laptop que ya estaba encendida, su rostro inexpresivo mientras los datos desfilaban en código y números por la pantalla. Sus ojos, sin embargo, brillaban con una luz de triunfo, apenas perceptible.
—Esto es oro puro —murmuró, una sombra de satisfacción cruzando sus facciones, tan breve que apenas se notó—. Confirma nuestras sospechas sobre las rutas de lavado de dinero y la extensión de sus redes en toda la región. Es mucho más grande de lo que imaginábamos. Están metidos hasta el cuello. —Se giró hacia Tamara, su mirada fría pero calculadora—. Tus interacciones con el personal son clave. Necesitamos más detalles sobre los hábitos de Rodrigo. Qué come, con quién habla, sus rutinas diarias. Cada detalle es una pieza del rompecabezas para entender sus puntos ciegos. Y sobre todo, quién tiene acceso a la caja fuerte de su despacho. Queremos saber qué guarda allí. Es el corazón de su seguridad.