El taxi se deslizaba por las calles desiertas de San Telmo, el bajo de la música de la fiesta aún vibrando en los oídos de Lluvia y Emiliano. La adrenalina del aviso de Emiliano los mantenía alerta, cada nervio tenso como una cuerda de violín a punto de romperse. Dársena Sur, la zona portuaria, era un laberinto de muelles abandonados y galpones oxidados, un lugar donde los secretos se guardaban con celo, y la oscuridad era cómplice de los tratos más sombríos. El aire se volvió salado, pesado con el olor a mar y a óxido, mientras se adentraban en la penumbra, una atmósfera cargada de un misterio ominoso, de una promesa de revelaciones.
Bajaron a unos metros de distancia del punto parpadeante en el mapa, ocultándose entre las sombras de viejos contenedores, sus siluetas confundiéndose con el mobiliario urbano. El sonido ocasional de una grúa, el chirrido fantasmal del metal, era el único acompañamiento al tenso silencio que los envolvía. A lo lejos, una silueta imponente se alzaba en la penumbra: el yate de lujo de los Ferraioli, un monstruo flotante que contrastaba brutalmente con la decadencia del entorno. Y junto a él, un grupo de hombres, entre ellos, "El Tiburón", su figura corpulenta inconfundible incluso en la distancia, su presencia imponente. Y al lado de "El Tiburón", la silueta inconfundible de Rodrigo Ferraioli, el heredero, la sombra. La presencia de Rodrigo era una espina en el corazón de Lluvia, una confirmación helada de que estaba en el lugar correcto, pero también un recordatorio constante de su dolor, una herida que no dejaba de sangrar y que ahora parecía abrirse aún más.
Se acercaron con cautela, moviéndose como sombras sigilosas, agazapándose tras un montón de cajas de madera que olían a humedad y moho, la respiración contenida. Desde su escondite, pudieron ver y escuchar con claridad, las voces llegando amortiguadas por el viento salado, pero lo suficientemente nítidas para ser entendidas. Rodrigo estaba hablando con "El Tiburón", su voz grave en la quietud de la noche, aunque teñida de una impaciencia casi imperceptible.
—El cargamento debe ser discreto, como siempre. No queremos problemas, ni preguntas indeseadas que pongan en peligro la operación.
—Por supuesto, Ferraioli —respondió "El Tiburón", su voz rasposa como arena, una risa gutural acompañando sus palabras—. Todo está en orden. La mercancía ya está en el barco, lista para zarpar con la marea. Y la documentación... está limpia. Papeles que no existen, transacciones que no ocurrieron. Nadie rastreará esto de vuelta a ustedes. Es una operación fantasma. —Sus ojos brillaron con una codicia apenas velada en la oscuridad, una promesa de ganancias ilícitas.
Lluvia y Emiliano intercambiaron una mirada tensa. ¿Mercancía? ¿Documentación limpia? Esto iba más allá de la simple compra de propiedades para lavar dinero. Era un tráfico a gran escala, algo mucho más siniestro, más profundo y oscuro de lo que habían imaginado. La magnitud de la red Ferraioli comenzaba a revelarse en su total depravación.
De repente, la conversación dio un giro inesperado, helando la sangre de Lluvia en sus venas, deteniendo su aliento en la garganta. Rodrigo hizo una seña a uno de sus hombres, un tipo fornido con un rostro inexpresivo y tatuajes que asomaban bajo las mangas, que le entregó un maletín de cuero gastado.
—El pago final por los servicios del... 'incidente' de hace años —dijo Rodrigo, la voz monótona, casi desinteresada, como si hablara del tiempo o de una transacción rutinaria—. Mi padre insiste en dejar todo saldado. Especialmente con el tema de la familia García. No queremos cabos sueltos, ni que viejos fantasmas vuelvan a perseguirnos. El pasado debe permanecer enterrado.
"El Tiburón" sonrió, una mueca desagradable que revelaba dientes amarillentos y una malicia innata.
—El viejo Ferraioli es un hombre precavido, se anticipa a los problemas, se asegura de que sus huellas sean borradas. Pero eso ya está enterrado, hijo. Nadie sospechó nada en su momento. La explosión, los cuerpos... un accidente, dijeron los peritos, una falla eléctrica. Fue un trabajo limpio, impecable. Nadie los relacionó con los García. Desaparecieron sin dejar rastro, como si nunca hubieran existido. Un trabajo de arte, si me preguntas.
El mundo de Lluvia se detuvo, el tiempo se fragmentó en mil pedazos. Las palabras, crudas y brutales, la golpearon con la fuerza de un rayo, una explosión interna más devastadora que la que había destrozado su vida años atrás.
—La explosión, los cuerpos... un accidente, dijeron. —No era un accidente. Nunca lo fue. Su padre. Su madre. La desesperación, el miedo, la impotencia de esa noche fatídica volvieron con una virulencia inusitada, arrastrándola a un abismo de recuerdos que la ahogaban sin piedad. Vio el fuego, sintió el calor abrasador en su rostro, el grito ahogado de su madre, el desesperado intento de su padre por protegerla, el olor a humo y a carne quemada, el grito de su propia voz infantil que se había ahogado en el caos. Se le cortó la respiración, el corazón latiéndole desbocado contra las costillas, como un pájaro herido intentando escapar de una jaula invisible.
Un sollojo mudo se atascó en su garganta, sus ojos se llenaron de lágrimas que amenazaban con desbordarse, lágrimas de dolor puro y furia incandescente. El dolor era un cuchillo girando en una herida abierta, fresca como si hubiera ocurrido ayer, una herida que la carcomía desde su interior, vaciándola por completo. Las manos le temblaban incontrolablemente, y tuvo que aferrarse a la pared fría y rugosa del contenedor para no caer, para no desplomarse bajo el peso de esa verdad monstruosa que la aplastaba. La ira, una fuerza volcánica y primigenia, comenzó a burbujear en su interior, un fuego que prometía consumir todo a su paso, sin dejar cenizas, sin perdonar nada.
Emiliano la notó. Su mano se posó en su hombro, firme y tranquilizadora, un ancla en su tormenta personal. La envolvió en un abrazo protector, sosteniéndola mientras ella se desmoronaba en silencio, las lágrimas empapando su camisa.