Ambición oscura

21

La resaca de la fiesta no era solo la de la música alta y el alcohol barato; era una resaca de un horror tangible, visceral. La luz del amanecer, pálida y fría como el acero, se filtraba por las ventanas mugrientas de la casona de Belgrano, revelando la cruda, ineludible realidad. El cuerpo. Yacía en un rincón apartado del patio trasero, enredado entre la maleza y los jazmines salvajes, justo donde Lluvia había estado fumando minutos antes. Era un hombre joven, uno de los tantos invitados anónimos que habían llenado la casa, con los ojos vidriosos fijos en el cielo que comenzaba a teñirse de rosa y naranja. La tez le había adquirido un tono cerúleo que lo hacía parecer una escultura de cera, una macabra pieza de arte. El silencio era ensordecedor, roto solo por el latido desbocado y frenético del corazón de Rodrigo, que retumbaba en sus oídos como un tambor de guerra. El aire matutino, que debería haber sido fresco y purificador, olía a tierra húmeda, a alcohol derramado y a un tenue, nauseabundo, rastro de sangre.

—Mierda —susurró Rodrigo, el rostro lívido, ceniciento, los ojos desorbitados por el impacto, apenas pudiendo procesar la escena. Sus manos, antes firmes y acostumbradas a los teclados de computadora, ahora temblaban incontrolablemente—. ¿Qué... qué pasó, Lluvia? ¿Quién es él?

Lluvia, de pie junto al cuerpo inerte, se mantuvo inquietantemente impasible, su figura inmóvil como una estatua de mármol. Su voz, clara y fría como un témpano, no mostraba rastro de la vulnerabilidad y el dolor que la habían consumido hacía apenas unas horas.

—Se me acercó. Demasiado. Ignoró mis advertencias, mis gestos para que se alejara. Me agarró del brazo, con fuerza. No tuve elección. Fue en defensa propia, Ferraioli. Es la única forma de que entiendan algunos hombres cuando creen que tienen derecho sobre el cuerpo de una mujer. Es la única forma de que detengan sus manos sucias.

Su explicación fue concisa, perturbadora en su absoluta falta de emoción o arrepentimiento. No había un ápice de culpa en sus ojos, solo una fría lógica que helaba la sangre.

Emiliano, que ya había estado examinando el entorno con una eficiencia escalofriante, sus movimientos precisos y calculados, se enderezó. Sus ojos negros recorrieron a Rodrigo con una mirada de desprecio apenas velado.

—Tiene razón, Rodrigo. Fue una agresión. Y ella actuó. No es la primera vez que la violencia llama a tu puerta, ¿verdad, Ferraioli? Tu mundo, el mundo de los Ferraioli, no es ajeno a esto. Las manos de tu familia, las tuyas, están manchadas de otras maneras. Y si quieres que los Ferraioli caigan, si quieres verlos consumirse, tendrás que ensuciarte las manos también. O, al menos, tus principios morales.

Sus palabras eran un puñal, una alusión directa y brutal a los métodos turbios de la familia de Rodrigo, a las vidas que su padre había arruinado con sus negocios ilícitos, y a la complicidad silenciosa de Rodrigo en todo aquello, su papel como heredero de un imperio construido sobre el lodo. El tono de Emiliano era una defensa implícita de Lluvia, una justificación de su brutalidad, una aceptación de la oscuridad como medio.

Rodrigo tragó saliva con dificultad, el nudo en su garganta impidiéndole el aire. Sus manos temblaban visiblemente.

—Pero... un cuerpo... esto es diferente. Esto es real. ¿Qué hacemos, Emiliano?

Su mente, acostumbrada a las cifras y los negocios, a las batallas en los directorios y no en la sangre, no podía procesar la macabra realidad que tenía delante. La moralidad, por primera vez en mucho tiempo, lo golpeaba con la fuerza de un rayo, una verdad incómoda que ya no podía ignorar.

Lluvia, sin una pizca de asco, se agachó junto al hombre, con una calma que helaba la sangre en las venas de Rodrigo. Sus ojos escanearon el terreno, midiendo distancias, evaluando la composición del suelo.

—Necesitamos una pala, o dos. Y un lugar. Este jardín, aunque descuidado, es lo suficientemente grande. La tierra está blanda por la humedad de la noche. Una zanja no muy profunda, cerca de los viejos rosales que están casi secos. La maleza nos ayudará a disimular. El olor... se disipará con la tierra y el tiempo. Y si alguien pregunta por él, nadie lo vio realmente en la fiesta. O se fue temprano, antes de que todo acabara. Es un rostro más en la multitud, un invitado al azar, nadie lo recordará ni lo buscará.

Su voz era un manual de instrucciones macabro, cada detalle expuesto con perturbadora precisión, como si estuviera dando indicaciones para plantar una flor, no para ocultar un cadáver. La disociación era evidente, la línea entre Lluvia, la niña traumatizada, y Camille, la calculadora vengadora, cada vez más difusa, más difuminada.

Rodrigo la miró con una mezcla indescifrable de terror, asombro y una aterradora fascinación. La frialdad de Lluvia, su capacidad para desconectar de la atrocidad, para ver el acto como una simple tarea, lo dejó mudo, congelado en su lugar. Era como si una parte de ella se hubiera roto irrevocablemente, reemplazada por una máquina calculadora, una eficiencia brutal. La violencia no era un concepto para ella; era una herramienta, una necesidad. A pesar de su horror, algo en él, una lealtad enfermiza o un oscuro sentido de la obligación hacia ella, lo empujó a la acción. No podía dejarla sola con esto; de alguna manera, ahora era su problema también, su secreto, su crimen.

Emiliano ya se movía, sacando un juego de palas de un cobertizo viejo y destartalado que nadie parecía haber notado en años, escondido detrás de unos arbustos crecidos. Sin decir una palabra, con una eficiencia casi mecánica, empezó a cavar, su rostro inexpresivo, como si estuviera realizando una tarea mundana. La tierra húmeda se removía con cada golpe de la pala, revelando la oscuridad de abajo, el fango y las raíces. Rodrigo, con náuseas que le subían por la garganta, se unió a él, sus manos sin acostumbrarse al tacto de la pala, cada golpe una punzada en su conciencia, una aceptación de su complicidad. Lluvia, mientras tanto, vigilaba, observando el proceso con una calma imperturbable, como una directora de orquesta macabra que supervisaba su siniestra sinfonía. De vez en cuando, daba una indicación, un ajuste sutil en la profundidad o la ubicación.



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En el texto hay: mafia, venganza, dolor

Editado: 30.05.2025

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