La luz del día siguiente se abría paso implacablemente por la ventana del departamento de Palermo Viejo, tiñiendo el aire de un gris melancólico y frío. Era un amanecer inmaculado sobre Buenos Aires, indiferente a la oscuridad que se había gestado bajo su manto, a la sangre derramada en la noche. Lluvia, o más precisamente, Camille, se movía por la cocina con una extraña mezcla de eficiencia y disociación. Sus movimientos eran precisos, casi robóticos, como si su cuerpo operara de forma independiente de su mente, una marioneta de su propia venganza. El aroma a café recién hecho, fuerte y amargo, flotaba en el aire, intentando en vano desplazar otros olores. Para ella, el persistente tufo a tierra removida, al rocío mezclado con sangre, y a jazmines marchitos aún se aferraba a sus sentidos, una náusea latente que amenazaba con abrumarla a cada respiro. Vestía un impecable traje sastre de un azul oscuro profundo, casi negro, la tela de lana fría sin una sola arruga, un escudo perfecto que contrastaba brutalmente con el caos que reinaba en su interior. Su cabello rubio cobrizo, intenso, ondulado y brillante, caía como una cascada sobre sus hombros, enmarcando un rostro que, a pesar del cansancio que la carcomía y la palidez de su piel, mantenía una belleza gélida y perfecta, inexpresiva.
Emiliano, por su parte, ya estaba terminando su desayuno, sorbiendo tranquilamente un mate cocido de su calabaza de madera, el vapor elevándose en espirales finas. Su expresión era serena e inalterable, como siempre, una máscara de calma inquebrantable que nunca se rompía. Vestía un traje de corte moderno y elegante, en tonos grises carbón, que acentuaba su figura atlética y su aire de autoridad innata, casi imponente. Su cabello rubio rojizo salvaje de siempre, peinado hacia atrás con meticulosidad, revelaba unas facciones cinceladas y unos ojos azules como el mar que parecían ver más allá de la superficie de las cosas, directos al alma de quienes lo rodeaban.
—¿Lista, Lluvia? —preguntó Emiliano, su voz tranquila, casi monótona, como si el día anterior no hubieran ocultado un cuerpo en el jardín de una fiesta que ellos mismos habían orquestado.
Hablaba con la naturalidad de quien se levanta para una jornada laboral común, indiferente al macabro acto que había sellado un destino compartido.
Lluvia asintió, su mirada fija en el café humeante en su taza de porcelana, ausente, como si sus pensamientos estuvieran en otro plano, en el pasado que la definía.
—Lista. Tenemos que ir a la Empresa García.
Su mente, sin embargo, estaba aún en el patio trasero de la casona de Belgrano, en la frialdad de la tierra recién removida, en el rostro sin vida del hombre, en el momento preciso en que la vida lo había abandonado para siempre. La aparente normalidad de la mañana, la banalidad del desayuno y la rutina diaria, era una tortura silenciosa, una disonancia brutal que la desgarraba por dentro, recordándole la distancia entre su apariencia y su realidad.
La Empresa García, que ahora operaba desde un moderno edificio de cristal y acero en el corazón de Puerto Madero, se erguía imponente, un símbolo de la competencia directa y feroz con los Ferraioli. Con sus más de veinte pisos de altura, dominaba una vista privilegiada del Dique 3, donde los veleros blancos se mecían suavemente en el agua y los elegantes restaurantes de ladrillo a la vista bordeaban la ribera, con sus terrazas ya preparándose para el almuerzo de ejecutivos y turistas. El edificio, diseñado por un reconocido arquitecto local, se destacaba por su fachada brillante que reflejaba el cielo de Buenos Aires y su entrada majestuosa de doble altura. El interior era un despliegue de diseño minimalista y tecnología de punta: amplias oficinas con abundante luz natural que entraba por los ventanales de suelo a techo, paredes de vidrio esmerilado que separaban los cubículos sin cortar la sensación de apertura, mobiliario ergonómico de última generación y plantas purificadoras de aire en cada esquina, aportando un toque de verde y frescura a un ambiente que, de otro modo, sería frío. El ambiente era vibrante y dinámico, un hervidero de creatividad y ambición, donde las ideas fluían y las computadoras zumbaban sin cesar.
La diferencia fundamental, sin embargo, radicaba en la filosofía que Lluvia y Emiliano habían impulsado para esta "nueva" empresa García: mientras que los Ferraioli se distinguían por sus prácticas turbias, sus acuerdos bajo la mesa que rozaban la ilegalidad, sus maniobras financieras cuestionables y un ambiente laboral donde la lealtad se compraba con dinero y se forzaba con el miedo y la intimidación, la empresa García se esforzaba por presentarse como un baluarte de la ética empresarial, un faro de integridad en un mar de corrupción. Sus campañas de marketing se centraban en la transparencia, la innovación, la sostenibilidad ambiental y el respeto absoluto por el capital humano, prometiendo un trato justo y un crecimiento mutuo para todos sus colaboradores. Los empleados, jóvenes profesionales, en su mayoría recién egresados de las mejores universidades de Argentina, con un promedio de edad de 28 a 35 años, vestían trajes modernos y ligeros, o atuendos de negocios más casuales pero impecables. Sus rostros reflejaban una mezcla de entusiasmo genuino y el sano estrés del trabajo en un entorno competitivo, pero justo y motivador. Era una fachada cuidadosamente construida, una máscara perfecta de virtud, un contraste deliberado que Lluvia utilizaba como un arma más en su arsenal de venganza. Querían que la caída de los Ferraioli no solo fuera financiera, sino también moral, dejando al descubierto su hipocresía y su podredumbre, destrozando su reputación de una vez por todas.
Al llegar a la oficina principal de la empresa García, Lluvia se encontró con el bullicio habitual de una mañana de trabajo: el tintineo constante de los teléfonos IP, el murmullo de las conversaciones en los cubículos abiertos, el aroma a papel, tinta y café gourmet recién molido que emanaba de la cafetería de empleados. Los empleados, jóvenes y entusiastas, se movían con propósito y determinación por los pasillos, una energía que Lluvia apenas percibía, como si fuera un ruido de fondo lejano, sin importancia. Se dirigió directamente a la sala de reuniones principal, un espacio amplio con una mesa de cristal impecable y sillas de cuero ergonómicas, donde los esperaba la primera cita del día: la reunión con los Souto, una familia de empresarios textiles tradicionales de larga data, conocidos por su cautela, su arraigo a los valores antiguos y su aversión a los escándalos que pudieran manchar su apellido.