La tensión en la oficina de la Empresa García, a pesar de su fachada impoluta de cristal y ética, era un hilo tirante que Lluvia sentía en cada fibra de su ser, tensándola hasta el límite de su resistencia. Había logrado mantener la compostura durante la reunión con los Souto, proyectando una imagen de profesionalismo gélido, casi inhumano, pero el peso del secreto compartido con Rodrigo, el cuerpo enterrado bajo los viejos rosales de su antigua casa, la estaba carcomiendo desde dentro, erosionando los bordes de su ya frágil autocontrol. Intentaba sumergirse en los informes financieros, en las cifras que bailaban en las pantallas de su computadora de alta resolución, pero la imagen del rostro lívido de Rodrigo y el escalofriante recuerdo del golpe sordo de la pala contra la tierra seguían proyectándose en su mente, una película de terror que se repetía sin cesar, una y otra vez. El zumbido constante de las computadoras y el murmullo de las voces en la oficina abierta se mezclaban en un ruido blanco que apenas lograba acallar el eco de sus propios pensamientos, de sus propios demonios internos.
Fue al salir de su oficina, un espacio pulcro y minimalista con una vista impresionante al dique de Puerto Madero, con destino a una reunión con el equipo de marketing en otro piso, que se topó de frente con él. Rodrigo, visiblemente desmejorado, con el mismo traje impecable del día anterior que ahora parecía arrugado por su tormento interior, sus hombros caídos y una expresión de agotamiento profundo, lo que revelaba la noche infernal que había vivido. La esperaba junto a los ascensores, con los hombros tensos y la mandíbula apretada, cada músculo de su rostro y cuerpo en un estado de alerta. Sus ojos, rojos e inyectados en sangre por la falta de sueño y la angustia, llenos de una mezcla de rabia, desesperación y un miedo apenas contenido, la taladraron, intentando perforar la coraza que ella había construido con tanta meticulosidad. La gente que pasaba a su alrededor, empleados de García con sus cafés para llevar y sus tabletas en mano, apenas los notaban, inmersos en sus propias burbujas de trabajo, ajenos al drama silencioso que se desarrollaba ante sus narices, como si la realidad se desdoblara en planos distintos.
—Camille —siseó Rodrigo, su voz apenas un murmullo furioso y cargado de veneno que solo ella pudo escuchar en el bullicio contenido de la oficina.
El nombre, pronunciado con tal carga emocional, fue un latigazo que la golpeó en lo más profundo de su ser. La máscara de Lluvia se quebró por un instante casi imperceptible, una fisura diminuta en la superficie helada que solo él, y quizás Emiliano, habrían podido detectar.
La furia, contenida con tanto esfuerzo y disciplina, estalló dentro de ella como un volcán dormido que finalmente erupcionaba. Sus ojos, ya oscuros, se profundizaron, volviéndose casi negros, reflejando una ira primigenia y una determinación implacable.
—No te atrevas, Rodrigo —siseó de vuelta, la voz un cuchillo afilado que cortaba el aire, llena de una violencia contenida que amenazaba con desbordarse—. ¡Me llamo Lluvia! ¿Lo entiendes? ¡Lluvia! Ese es mi nombre ahora. El otro está muerto.
La negación vehemente de su pasado, la reafirmación brutal de la identidad que había construido para su venganza, era un acto de autoafirmación desesperado, una forma de protegerse de la verdad que aún la dolía. El nombre "Camille" era una herida abierta, un estigma que él había tocado deliberadamente, sin piedad, sabiendo el efecto que tendría.
Rodrigo dio un paso más cerca, su rostro contorsionado por la ira y el miedo, su aliento, con un leve olor a alcohol rancio de la noche anterior y a estrés, se mezclaba con el aroma a limpio y a desinfectante de la oficina.
—No importa cómo te llames ahora, Lluvia o Camille o lo que sea. Somos cómplices, tú y yo. Un cuerpo enterrado nos une, Camille. Un secreto de muerte que compartimos. Si yo caigo, tú caes conmigo, te arrastro al abismo. ¿Creíste que podías aparecer de la nada y destruir mi vida, mi familia, sin consecuencias? Te lo advierto. No olvides dónde estás parada. No olvides de qué soy capaz. Tengo más que perder que tú, y eso me hace mucho más peligroso. Ya lo verás.
Sus palabras, cargadas de amenaza, resentimiento y una desesperación palpable, eran un intento desesperado por recuperar algún tipo de control sobre la situación, por recordarle la oscuridad de la que él también era parte, de la que ella lo había hecho parte. Era una advertencia, pero también un lamento.
Lluvia se tambaleó, el impacto de sus palabras la golpeó con una fuerza casi física, como un puñetazo en el estómago. La presión era inmensa. La fachada se sentía cada vez más pesada, una armadura que la asfixiaba, su energía agotada por la constante actuación y el peso del secreto que la carcomía. Sentía una punzada aguda de dolor en la sien, un precursor de la migraña punzante que se anunciaba, una tortura silenciosa. Sin embargo, se recompuso casi de inmediato, su rostro volviendo a ser una máscara de hielo impenetrable, su respiración regularizándose con un esfuerzo de voluntad sobrehumano.
—No te equivoques, Rodrigo. Tú no eres el que tiene el control aquí. Yo no te amenazo, yo te doy un ultimátum. Y si insistes en jugar, te aseguro que seré yo quien gane. No te preocupes por mí. Preocúpate por tu apellido, por lo que queda de tu familia, porque no va a quedar absolutamente nada de ella. Lo juro.
En ese instante, la voz de Jeremías, el gerente de Recursos Humanos de la Empresa García, interrumpió el tenso intercambio. Jeremías era un hombre de mediana edad, de unos cincuenta y pocos, con la calvicie incipiente que se disimulaba con algo de cabello peinado con esmero sobre su coronilla, gafas de lectura que siempre llevaba en la punta de la nariz y un chaleco de lana sobre su camisa a cuadros, dándole un aire de profesor despistado. Se acercaba con una pila de documentos en la mano, ajeno a la atmósfera cargada que vibraba entre Lluvia y Rodrigo.