El aire en la sala de juntas de Ferraioli Corp. se sentía denso, cargado de una mezcla de café recién hecho, papel y una tensión que solo podía ser descifrada por quienes conocían los hilos invisibles de la intriga. La mesa de caoba maciza, pulida hasta el brillo, reflejaba las luces del techo, pero no lograba disimular el nerviosismo que se percibía en el ambiente. Rodrigo, sentado a la cabecera, se veía aún más desmejorado que el día anterior. Sus ojos, hundidos y rojizos, se movían erráticamente, su mente lejos de los reportes financieros que tenía delante. La camisa, aunque de marca, parecía ajustarle, como si la presión interna lo estuviera hinchando de preocupación. Su obsesión no era la empresa, ni siquiera el cuerpo enterrado; era Lluvia.
Juan, por su parte, observaba a su primo y amigo con una mezcla de lástima y frustración. Él, con su cabello desordenado y unas gafas que se deslizaban por su nariz, lucía un aspecto más bien descuidado, el resultado de noches de investigación infructuosa. Su camisa, ya arrugada, delataba su falta de atención a las apariencias. A su lado, Camilo, el menor de los Ferraioli, con un rostro más fresco y despreocupado, aunque con un leve asomo de preocupación en sus ojos, intentaba seguir la discusión sobre los índices de mercado, sintiéndose ajeno a la atmósfera que los rodeaba.
—Necesito que ella me vea —masculló Rodrigo, más para sí mismo que para los demás, interrumpiendo la lectura de un informe. Sus dedos tamborileaban impacientemente sobre la mesa—. Que se dé cuenta de que no es la única. Que puede sentir celos.
Juan levantó la vista de sus papeles, irritado por la distracción de su primo.
—¿Celos? ¿De qué hablas, Rodrigo? Esa mujer... Lluvia... ella no parece sentir nada. Está demasiado ocupada construyendo su imperio para prestarte atención. Ni siquiera la vi inmutarse con lo del jardín. Parece de piedra. —Sus palabras, dichas con una sinceridad brutal, solo sirvieron para irritar más a Rodrigo.
—¡Tú no la conoces como yo! —espetó Rodrigo, su voz un poco más alta de lo necesario, atrayendo la mirada de Camilo—. Ella tiene emociones, las esconde. Lo sé. Y voy a hacer que las muestre. Voy a hacer que se retuerza de celos.
El ambiente se volvió aún más tenso cuando la puerta de la sala de juntas se abrió y Tamara, con su presencia deslumbrante y una sonrisa profesional que no llegaba a sus ojos, hizo su entrada. Vestía un impecable traje de falda que resaltaba su figura, su cabello impecablemente peinado. Su llegada fue un bálsamo para Rodrigo, que la miró con una intensidad casi desesperada. Ella, la pieza clave en el ajedrez del titiritero, irradiaba una confianza que contrastaba con la inquietud de los Ferraioli.
—Ah, Tamara. Justo a tiempo —dijo Rodrigo, forzando una sonrisa. Se inclinó hacia Juan, susurrando con una urgencia patética—: Voy a intentar algo con ella. Para darle celos a Lluvia. Es la única forma.
Juan lo miró con una mezcla de incredulidad y desaprobación.
—Rodrigo, no seas estúpido. Estás jugando con fuego. Esa mujer... Tamara... no es un juguete.
Pero su advertencia cayó en saco roto.
Tamara, ajena, o fingiendo serlo, a la sutil dinámica entre los primos, se acercó a la mesa, sus ojos brillantes.
—Disculpen la interrupción, caballeros. Sé que están muy ocupados. Pero el Director Ejecutivo de García se comunicó conmigo. Quiere invitarlos a la reunión de la semana. La que estamos planificando desde hace tiempo. —Extendió una invitación formal, una tarjeta con el logo pulcro de la Empresa García.
El corazón de Rodrigo dio un vuelco. La invitación. Era el pretexto perfecto. Una nueva oportunidad para enfrentar a Lluvia, para hacerla reaccionar.
—Por supuesto. Es un honor. Estaremos allí —respondió Rodrigo, su voz ahora más firme, una extraña determinación en sus ojos.
Juan, por su parte, sintió una punzada de inquietud. La mención de "García" y el Director Ejecutivo, que sabía era Emiliano, le resultaba familiar y le producía un mal presentimiento. No sabía por qué, pero la conexión entre Lluvia y la nueva empresa lo ponía en guardia. Sin embargo, por lealtad a Rodrigo, asintió.
—Perfecto —dijo Tamara, su sonrisa apenas perceptible—. Les confirmo los detalles por correo. Será un encuentro muy... revelador.
Con esa última frase, cargada de un doble sentido que solo el titiritero comprendería en su totalidad, se retiró de la sala, dejando a los tres Ferraioli con sus propios pensamientos.
Rodrigo y Juan habían aceptado, sellando así el próximo encuentro que sería crucial para la estrategia de Lluvia y Emiliano. El tablero estaba dispuesto. Las piezas en movimiento. La trampa, invisible para los Ferraioli, estaba a punto de cerrarse.
El anciano titiritero sonrió, sus ojos oscuros brillando con una satisfacción palpable. Había observado la escena en Ferraioli Corp. con una precisión milimétrica. La desesperación de Rodrigo, su patético intento de manipular a Lluvia a través de Tamara, y la ingenuidad de Juan. Todo iba según el plan.
—La vanidad de Rodrigo es su mayor debilidad, hijo —murmuró a su interlocutor, cuya figura ahora se movía con más libertad por la habitación, preparando una nueva taza de té—. Cree que puede controlar las emociones de Lluvia. Y Tamara... ella es la punta de lanza perfecta. Su belleza, su inteligencia, su lealtad a nosotros. La distracción ideal.
—La prensa ya está publicando los primeros informes sobre la cuenta suiza. El efecto dominó es inminente —respondió la voz joven y extranjera, con un ligero acento.
—Excelente. La semilla de la duda y la desconfianza ya ha sido plantada. Y la invitación a la fiesta de los Ferraioli... es el escenario que necesito. La casa familiar. El lugar donde todo empezó para Camille. Donde todo terminará para ellos. —El anciano se reclinó en su sillón, saboreando el coñac—. Los Ferraioli están ciegos. No ven los hilos que los mueven. Juan está cerca de la verdad, pero lo que descubrirá solo servirá para avivar el fuego. El caos será inevitable. Y cuando el imperio se desmorone, mi legado se alzará sobre sus cenizas.